Con un tiro a la altura del corazón pretendieron dar fin al profeta del pueblo que un día antes, en la homilía dominical en la Catedral de San Salvador, había hecho un llamamiento a los hombres del ejército, a las bases de la Guardia Nacional y de la Policía para que dejaran de matar a su pueblo. Dijo: “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios… Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado”. Y agregó: “Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas que van teñidas de sangre”.
Su delito fue condenar las infamias del gobierno, denunciar la violencia de las fuerzas militares y reclamar justicia para su pueblo; y ese delito lo pagó con su vida. Sus enemigos le cobraron su atrevimiento profético silenciando su voz aquella tarde mientras cumplía con su deber de pastor en la capilla del Hospital de la Divina Providencia. Sus reclamos resultaron inaceptables para los poderosos. Su predicación en defensa de los más necesitados no fue tolerada por los opresores y violentos.
Sentir con la iglesia
Hoy, el legado espiritual del Arzobispo de San Salvador está vigente. Su acción pastoral estuvo orientada, desde el inicio de su nombramiento el 23 de febrero de 1977, a acompañar a su pueblo en las situaciones de miseria y de muerte. Su lema fue “Sentir con la iglesia”. Eso significó estar al lado de la gente más necesitada, aunque en eso no tuviera el respaldo de la jerarquía de la iglesia y mucho menos del gobierno de turno. Puso la Arquidiócesis al servicio de la paz y de la reconciliación en un momento en el que la situación política y social de su país era en extremo difícil, y se complicaba aún más por el nuevo fraude electoral que puso en el poder a otro militar, el General Carlos Humberto Romero.
Monseñor estuvo con la gente. Fueron incontables sus visitas pastorales. Donde se le invitaba, allá iba, aún a los más apartados rincones de El Salvador. Acudía corriendo los riesgos de un país en guerra civil. No perdía oportunidad para estar con la gente, en especial con los más pobres. Le gustaba dialogar con los miembros de las comunidades a donde iba y escuchar sus opiniones. De esa manera formó muchas comisiones de trabajo popular y equipos de servicio cristiano. En la capital, sirvió como mediador de los conflictos laborales y como vocero de los más débiles. Creó una oficina de defensa de los derechos humanos y abrió las puertas de la iglesia para dar refugio a los cientos de campesinos que huían de la persecución en el campo. El pueblo reconoció en él a un pastor y servidor identificado con sus penas y a un defensor de sus derechos. Eso fue lo que quiso ser: “Quiero ser el servidor de Dios y de ustedes… Soy simplemente el pastor, el hermano, el amigo de este pueblo… El que esté en conflicto con el pueblo estará en conflicto conmigo”.
Conversión a tiempo
Pero Monseñor no fue siempre así. Su primera parroquia fue la de Anamoros, en el oriente del país, de donde fue trasladado poco tiempo después a la ciudad de San Miguel, situada a 138 kilómetros de la capital. En este lugar desarrolló, desde 1944, su labor pastoral por más de veinte años. Fue conocido por su dedicación convencional a su feligresía, por su piedad, por su vida de oración, pero todavía no por un relevante compromiso social. Hasta hubo quienes lo calificaron de “reaccionario, intolerante y tradicionalista a ultranza”. Como lo hubieran preferido por siempre sus posteriores enemigos.
En 1966 fue elegido Secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador. Su nombramiento no fue bien recibido por los sectores progresistas de la iglesia, los que conocían su tradición conservadora y sabían de sus intenciones de desviar los aires de renovación que venían soplando desde el Concilio Vaticano II. Sus planteamientos como secretario del episcopado y como director del periódico Orientación, no hicieron más que confirmar esas sospechas. Pero en 1974 fue nombrado Obispo de la Diócesis de Santiago de María, en el Departamento de Usulután, y allí comenzó el cambio.
En Santiago de María, una Diócesis con dos millones de habitantes y con no más de veinte parroquias, tuvo la oportunidad de conocer desde otro ángulo la realidad salvadoreña. Allí palpó la represión, la persecución política de un gobierno ilegítimo, la miseria y la explotación en la que vivían los pobres. Se encontró con nuevas y diferentes realidades sociales que exigían otras líneas de acción pastoral. El 21 de junio de 1975 la Guardia Nacional asesinó a cinco campesinos en el Cantón “Las Tres Calles” y, aunque no hizo una denuncia pública como algunas personas se lo pidieron, escribió una exaltada carta al presidente, Coronel Arturo Armando Molina: “Ahora, Señor Presidente, después de haber convivido esta desolación, sembrada por quienes deberían ser inspiración de confianza y seguridad de nuestro noble campesinado, cumplo con mi deber de expresar a Ud. mi respetuosa pero firme protesta de obispo de la Diócesis, por la forma en que un "cuerpo de seguridad" se atribuye indebidamente el derecho de matar y maltratar”. A la masacre de “Las Tres Calles” se unieron otros hechos que le hicieron reflexionar y tomar decisiones a las cuales hasta entonces no estaba acostumbrado.
Cuando fue nombrado Arzobispo de San Salvador aún contaba con el favor del gobierno y de los grupos de poder que habían sido sus amigos. Pero una semana después, el 12 de marzo de 1977, sucedió algo que lo cambiaría por siempre: fue asesinado su entrañable amigo, el padre jesuita Rutilio Grande. Entonces Monseñor fue otro. Amenazó al gobierno con el cierre de las escuelas y con la ausencia de la Iglesia católica en los actos públicos. “Cuando yo lo miré a Rutilio muerto, pensé: si lo mataron por hacer lo que hacía, me toca a mí andar por el mismo camino... Cambié, sí, pero también es que volví de regreso”. Cambió a favor de su pueblo y en contra de quienes con el poder de las armas imponían su antojadiza voluntad. Optó por los pobres, encaró la persecución con entereza, dejó que su voz de profeta indignado se escuchara en los altares del poder oligárquico y afirmó su fe para seguir a Jesús por la senda de los desvalidos.
Jesús, razón de su esperanza
Las convicciones de Monseñor estuvieron enraizadas en la esencia misma del evangelio y en su fidelidad a la persona de Jesús. Lo dijo una y otra vez: “Jesús es la fuente de la esperanza. En Jesús se apoya lo que predico. En Jesús está la verdad de lo que estoy diciendo…la opción preferencial por los pobres no es demagogia, es evangelio puro…esta es la trascendencia, sin la cual no es posible una perspectiva de justicia social: Cristo presente en los más pequeñitos”. Romero ---como lo llamaban sus amigos y ahora lo llama todo el pueblo--- no fue un mero activista social de inspiración política, ni un caudillo popular que enardeciera las masas tras la búsqueda de poder personal. “Jamás me he creído un líder” dijo en la homilía pronunciada el 28 de septiembre de 1977, “Sólo hay un líder: Cristo Jesús”. Él era ante todo un creyente para quien Dios, lejos de ser un vocablo vacío o una realidad abstracta, es la razón de ser de la vida y el horizonte último de la justicia, la paz, el amor y la verdad.
La espiritualidad de Monseñor Romero es su más grande herencia para los cristianos de América Latina y del mundo. Creyó en Dios a la manera de Jesús. Para él, estar en comunión con Dios, predicar a Dios y orar a Dios era, ante todo, hacer real y efectiva la voluntad de ese Dios aquí mismo, en esta tierra de dolores y alegrías, de angustias y esperanzas. Luchó contra las atrocidades de los violentos, contra los abusos de los gobernantes, contra la indiferencia de los ricos y contra el egoísmo de todos, porque para él, la guerra, el despotismo y la resignación son pecado; formas de negar la voluntad del Creador.
Más presente que nunca
Su vida es ahora una lección viviente y su asesinato la aparente victoria de quienes intentaron matarlo. Días ante de que el asesino le disparara, había dicho en la Catedral:“He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirles, que como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Y refiriéndose a otros mártires caídos por las mismas armas, había afirmado: “Les han querido matar y están más presentes que antes en el pueblo”.
Cuarenta y cuatro años después, Monseñor está más presente que antes, como él lo había querido, en medio del pueblo salvadoreño. Su sangre, junto a la de todos los inocentes “desde Abel el justo hasta Zacarías, hijo de Berequías” (Mateo 23:35) clama por justicia.Sobre el autor:
El pastor y teólogo Harold Segura es colombiano, radicado en Costa Rica. Director de Fe y Desarrollo de World Vision en América Latina y El Caribe y autor de varios libros. Anteriormente fue Rector del Seminario Teológico Bautista Internacional de Colombia.
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