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martes, 24 de abril de 2018

Teología desde la disfuncionalidad


Por Nicolás Panotto, Argentina y Chile


La relación entre formas de poder y discursividades teológicas es un tema recurrente. Se presenta como una dinámica casi autodeterminante. Las instituciones eclesiales y teológicas construyen un discurso que actúa como reservorio simbólico para promover y legitimar prácticas y estructuras de poder que sacrifican la sujeticidad en pro de la sustentación de cierto orden monolítico. Esta dinámica no es exclusiva del ámbito eclesial o teológico sino que es inherente a los procesos sociales.

La ruptura de esta dinámica sacrifical se espera lograr a partir de la construcción de un marco diferencial que se oponga a la fosilización de lo institucionalizado, a través de la constitución de un tipo alternativo de relacionalidad, crítico con respecto al vigente. Llevándolo a términos más concretos, muchas veces se relaciona a la primera dinámica descrita con posiciones más conservadoras, fundamentalistas o “de derecha”, mientras las segundas con progresistas, críticas o “de izquierda”.

Pero se presenta una cuestión: ¿acaso dicha dinámica institucional y dogmática se relaciona únicamente con propuestas conservadoras, fundamentalistas o “de derecha”? ¿No encontramos, por cierto, la misma problemática en proyectos o institucionalidades supuestamente alternativos? ¿Acaso lo crítico no termina también, en cierto punto, fosilizándose, asumiendo las mismas prácticas y sacrificios del marco frente al cual se postulaba como cambio necesario? Por cierto, así es. Vemos que muchos movimientos, instituciones o proyectos que en un momento ofrecían un heroico posicionamiento frente al “establishment”, terminan cayendo en el pecado de la exclusión y la exacerbación del poder.

Esto nos muestra que el problema no se deposita exclusivamente en discursividades o modelos institucionales particulares sino en la forma de comprender la constitución de lo identitario como una imagen homogénea y cerrada en si misma, depositaria de toda utopía e inherentemente enfrentada a enemigos culpables de los males cotidianos. Aquí remarcamos una de las principales críticas a la racionalización moderna: la organización cerrada de una institucionalidad sustentada en una comprensión metafísica de las relaciones sociales. Dicha comprensión de lo identitario hace que cualquier tipo de construcción de sujeticidad social no tolere diferencia alguna. Lo social se construye en el antagonismo y la lucha entre fuerzas autónomas y homogéneas. Esta forma de ver lo identitario se ve reflejada tanto en propuestas conservadoras como progresistas, de derecha o de izquierda.

Pareciera ser, entonces, que los sujetos estamos, paradójicamente, sujetados a este juego o clausura institucional e identitaria con respecto a los proyectos ideológicos pululantes. Pero me pregunto: ¿podría estar haciendo una reflexión como ésta si tal dinámica fuera tan absoluta como se presenta? ¡Lo dudo! Y demás está decir que no soy el único. Hay muchos y muchas que se sienten fuera de este juego o que han subvertido algún orden supuestamente absoluto, desde prácticas y movimientos contingentes. Más aún, todo hombre y mujer posee como característica inherente a su ser tal posibilidad, la cual pone en práctica continuamente aunque no sea conciente de ello (muchos y muchas se niegan a reconocer esto porque no se realiza tal cuestionamiento desde un tipo de práctica o discursividad específicas; pareciera que si uno no utiliza términos como “imperialistas” u “opresores” es acrítico o es un sujeto absorbido funcionalmente por los sistemas vigentes).

Aquí una conclusión central: toda propuesta identitaria y proyecto institucional presenta disfuncionalidades inherentes. Todo marco social contiene fisuras y vacíos que hacen a su identidad porosa, lo cual permite su cuestionamiento, su quiebre, su cambio, y también muestran que su esencia dista de ser absoluta, universal y completamente absorbente. Como dice Ernesto Laclau, la intencionalidad ideológica de cualquier proyección implica presentarse desde una universalidad y homogeneidad que en realidad no posee. De aquí que toda identidad puede (y debe) ser subvertida, ya que lo antagónico implica no solamente la confrontación con un otro opuesto de sí sino que es una característica inherente a toda entidad ontológica. Más aún, dicho encuentro con una identidad diferente es posible gracias a la ruptura que ambas (o más) identidades poseen en sí mismas. No existe entidad absoluta que pueda llegar a determinar las voluntades humanas. No hay proyecto social, ideología o institucionalidad que tenga el poder de autodeterminarse, por más que se presente en tal condición. El peligro se encuentra, precisamente, cuando alguna de ellas pretende tal lugar, por más alternativa que sea. Toda entidad es finita y presenta fisuras propias que permiten su cuestionamiento y su apertura a otras opciones, las cuales se presentan a ella en la misma condición.

No hay que temerle a la disfuncionalidad de lo identitario. Por el contrario, debemos promoverla y enriquecerla para socavar a fondo aquellas dinámicas opresoras que pretenden silenciar a los sujetos desde marcos institucionales cerrados, desde moralinas cercenantes y desde el seguimiento irrestricto de ideologías con pretensiones absolutistas. Un camino elemental para realizar esto desde una perspectiva religiosa es vaciar la discursividad teológica de sus resabios metafísicos. Esto significa asumir la historicidad de lo teológico no solo como un escenario desde donde se nutre o “contextualiza” sino como elemento constitutivo de su ser. Así como lo histórico se presenta plural, complejo y hasta contradictorio, lo teológico también es plural, complejo y contradictorio. Ninguna teología se ve exenta de su funcionalidad ideológica, pero dicha funcionalidad no es absoluta por las mismas disfuncionalidades que ella presenta.

Lo teológico en tanto discurso y las prácticas religiosas resultantes de él permanecerán abiertas siempre y cuando asuman que “Dios” (en tanto marco y reservorio simbólico) no se presenta como una entidad monolítica sino como un horizonte cuya apertura asume la disfuncinalidad de lo existente y los movimientos y vivencias contingentes de los sujetos que la proclaman. Lo disfuncional no es una “falla” sino el reconocimiento del lugar del sujeto por sobre cualquier determinación social o ideológica. Lo disfuncional es el espacio (inherente a cualquier entidad) en donde emerge el sujeto, no como un agente autodeterminado en sí mismo sino en la apertura que posee para poder constituirse como tal en el movimiento continuo y no en la absorción (¡y condena!) de una esencia o lugar del cual no puede escapar.

Desde la fe y la teología podemos promover esta emergencia del sujeto y la deconstrucción de los sistemas, institucionalidades e ideologías que se presentan absolutos, desde la mirada del Dios que se vació a sí mismo (kenosis), dejando de lado pretensiones absolutas (metafísica) y asumiendo en su mismo ser la apertura de lo histórico, reflejado y promovido en la práctica de amor, solidaridad e inclusión del prójimo como “más” de sí mismo: un “más” que refleja la diferencia constitutiva de toda persona y que actúa como apertura al otro en la apertura de uno mismo.

Sobre el autor:
Nicolás Panotto es Director general del Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública (GEMRIP) Licenciado en Teología por el IU ISEDET, Buenos Aires. Doctorando en Ciencias Sociales y Maestrando en Antropología Social por FLACSO Argentina. 



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