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jueves, 1 de febrero de 2018

Canto congregacional y compromisos cristianos

Por Richard Serran, Venezuela 

Imagen: Pixabay
El pueblo creyente, en la Biblia y en la historia, ha llevado siempre un canto en sus labios y en sus corazones. El canto le ha acompañado en diferentes momentos de la vida y le ha permitido expresar las varias caras de la fe y la misión. Los creyentes no adoran porque canten, cantan como expresión de su adoración a Dios. El canto ha sido una de las maneras de responder a lo que Dios ha hecho, dicho y demandado de sus hijos en este mundo. La adoración cristiana, pues, es la respuesta positiva, piadosa y comprometida, a lo que Dios ha hecho en la persona de Cristo, gracias al Espíritu y la palabra.

El Antiguo Testamento muestra al pueblo de Dios cantando. Los israelitas, cuando salieron de Egipto, entonaron un canto de liberación (Éxo. 15:1-18). Personas hicieron de cantos expresiones personales de alabanza (Sal. 28:7). Los salmos son canciones que acompañaron la fe de Israel en diferentes etapas de su peregrinaje (Sal. 95:1; 97:1; 100:1; 146:1). Se dice que Jehová mismo llegó a ser el canto (Sal. 118:14). Se invitaba a cantar y tocar bien (Sal. 33:3).

El Nuevo Testamento inicia con canto de ángeles que traen nuevas (Luc. 2:14) y culmina con una multitud cantando la victoria del Cordero (Apoc. 5:12). Jesús, conforme a sus costumbres, cantaba (Mat. 26:30; Luc. 4:16): “Y cuando hubieron cantado un himno, salieron...”. En Hech. 16:25 encontramos que, “como a la media noche, Pablo y Silas estaban orando y cantando himnos a Dios”. Pablo escribió: “Como está escrito: ‘por tanto te confesaré entre las naciones y cantaré a tu nombre’” (Rom. 15:9). 1 Cor. 14:15 enseña: “Oraré con el espíritu, y oraré también con el entendimiento; cantaré con el espíritu, y cantaré también con el entendimiento”. Efes. 5:19 establece: “Hablando entre vosotros en salmos e himnos y canciones espirituales, cantando y alabando a Dios…”. En Col. 3:16, leemos: “Que la palabra de Cristo habite en vosotros en abundancia en toda sabiduría, enseñándoos los unos a los otros con salmos e himnos y canciones espirituales, con gracia cantando en vuestros corazones”. Sant. 5:13 recomienda: “¿Está alguno entre vosotros afligido?  Haga oración. ¿Está alguno alegre? Cante salmos”.

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Sin pretensión de ser exhaustivo, tratemos de apuntar algunas de sus marcas y funciones: Primero, es tanto repetición como novedad. La repetición no solo es un recurso pedagógico todavía valioso, es una manera de afianzar la memoria y la identidad, individual y colectiva. No tengamos temor en repetir ciertos cantos. El agua que pasa por el río es agua, pero no es siempre la misma. Con esto, quiero indicar que el canto que se repite no es siempre el mismo, porque nunca lo cantamos desde la misma situación, momento de vida, condición física y espiritual. En tal sentido, un canto congregacional nos permite tanto repetir lo se debe recordar y evocar, como actualizar lo que se debe.

Segundo, el canto congregacional debe exaltar los rasgos de integración como pueblo, comunidad y cuerpo. Debe contribuir a la comunión, no a la exclusión o desintegración. Cuando cantamos, se supone, tenemos comunión. ¿Qué es comunión? ¡Unión en lo que nos es común! Es gratificante ir a otros lugares y, al entonar canciones conocidas, con base bíblica, sabernos parte de. Pero la comunión es también la inclusión de todos por lo que el Dios trino ganó para nosotros, a pesar de las diferencias.

Tercero, el canto debe desafiarnos a la coherencia entre el corazón, los labios y la vida. “Que los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón sean gratos delante de ti…” (Sal. 19:14). “Este pueblo de labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (Isa. 29:13; Mateo 15:8-9). El canto debería ser la expresión estética de una vida coherente, apasionada por Cristo y comprometida con sus propósitos para su mundo.

Cuarto, el canto debe cumplir su función docente y discipular. “Que el mensaje de Cristo, con toda su riqueza, llene sus vidas. Enséñense y aconséjense unos a otros con toda la sabiduría que él da. Canten salmos e himnos y canciones espirituales a Dios con un corazón agradecido. Y todo lo que hagan o digan, háganlo como representantes del Señor Jesús y den gracias a Dios Padre por medio de él” (Col. 3:17-18). ¡Tenemos que cantar con el entendimiento! Al hacerlo así, nos estaremos edificando los unos a los otros. El canto debería purificar nuestra imaginación y nutrir nuestros pensamientos con los pensamientos de Dios en medio de un mundo con pensamientos de hostilidad, violencia y muerte.

Quinto, el canto debe brotar de una vida llena (sometida) al Espíritu. “No se emborrachen con vino, porque eso les arruinará la vida. En cambio, sean llenos del Espíritu Santo cantando salmos e himnos y canciones espirituales entre ustedes, y haciendo música al Señor en el corazón. Y den gracias por todo a Dios el Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Efes. 5:18-20). ¡Un corazón lleno del Espíritu no puede detener su canto! La vida sometida al Espíritu del Señor no niega el deleite, pero nos mueve al compromiso: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos…” (Luc. 4:18). El mismo canto de María es bello y deleitoso, pero comprometido (Luc. 1:46-55).

Sexto, cantar la fe es confesarla. Es dar testimonio de nuestra experiencia con Cristo; es dar a conocer nuestra actitud confiada en él y en sus promesas; es renovar nuestro compromiso de imitarle y seguirle. La confesión puede y debe tomar forma de declaración, de celebración, de vida virtuosa y de vida obediente. Las doxologías son confesiones de fe con dimensiones litúrgicas, doctrinales, éticas y misioneras. En nuestros cultos, intencionadamente, entre otras cosas, por medio del canto, tenemos que procurar confesar nuestra fe en el Dios que se nos reveló en Jesús.

Finalmente, el canto debe cumplir también su función profética: que denuncia las injusticias (Luc. 1:49-54), llama al arrepentimiento (Sal. 95:6-7) y siembra vida y esperanza (Hab. 3:17-19). La esperanza, por cierto, no rehúye, mira de frente; la esperanza no niega, reconoce y asume; la esperanza no tiene reparos en lamentar y llorar, pero sigue caminando; la esperanza confronta dificultades, pero se remonta a ellas en alas de la fe; la esperanza anima a caminar con Dios con una sonrisa y con un canto nuevo en los labios; la esperanza nos junta a otros esperanzados, no camina sola; la esperanza no se almacena, se comparte con los desesperanzados y cargados; la esperanza contempla al cielo, mientras trabaja por la paz y la justicia en la tierra; la esperanza no nos exime de pasar sendas dolorosas, pero nos da sentido y trascendencia mientras las transcurrimos. Al final, no se trata solo de lo que pasa, o deja de pasar, sino con qué actitud, confianza y compromisos, lo asumimos.

En un momento de la historia, el canto congregacional le fue quitado a la iglesia. El Concilio de Laodicea (343-381) prohibió el uso de cánticos congregacionales. Los líderes de las iglesias de entonces decidieron que solamente lo harían cantantes designados, normalmente monjes, y tenían que hacerlo cantar en latín. La Reforma protestante (s. XVI) no solo fue un volver a la palabra, entre otras cosas, representó también una traer de vuelta al canto a la boca de los feligreses. Se sabe, por ejemplo, que Martín Lutero escribió muchos himnos y los usó como medios para difundir las enseñanzas de la Reforma por toda Alemania. Para ello, se valió, incluso, de melodías de la música popular de su tiempo (“Castillo Fuerte”, por ejemplo), cosa que ha sido causa de elogio de unos y crítica de otros. En todo caso, su “atrevimiento” buscaba conectar la fe con la palabra y con las circunstancias históricas.

“Entonces ¿qué? Oraré con el espíritu, pero también oraré con el entendimiento; cantaré con el espíritu, pero también cantaré con el entendimiento” (1 Cor. 14:15). “Porque Dios es el Rey de toda la tierra; cantad con inteligencia” (Sal. 47:7). Como Lutero, parece que necesitamos asumir el compromiso de componer canciones fieles al evangelio y alineadas con los compromisos de vivir la fe en estos tiempos.

Sobre el autor:
Richard Serrano es pastor, teólogo y músico venezolano. Fue rector del Seminario Teológico Bautista de Venezuela. Actualmente, es pastor de la Primera Iglesia Bautista de San Antonio de Los Altos. Es director de educación teológica de la Unión Bautista Latinoamericana (UBLA). Realiza estudios doctorales en SETECA. Con su familia, vive en San Antonio de Los Altos, cerca de Caracas, Venezuela.




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