Según un informe publicado por Oxfam en preparación para las recientes reuniones del Foro Económico Mundial de Davos, la desigualdad entre ricos y pobres en el mundo actual ha llegado a proporciones realmente escandalosas y sigue creciendo. En efecto, 42 multibillonarios cuentan con la riqueza que poseen 3.7 billones de personas —¡prácticamente la mitad de la población mundial!— que viven sumidas en la pobreza. Con muy justa razón, la prestigiosa organización inglesa que se ocupa de fomentar la práctica de la justicia a nivel mundial califica esta situación como totalmente “inaceptable e insostenible”. Según declaraciones del Director Ejecutivo de Oxfam, Mark Goldring, “la concentración de riqueza extrema en la parte superior de la escala de ingresos no es señal de una economía próspera, sino un síntoma de un sistema que está dejando de lado a millones de personas que están sometidas a trabajos duros y muy mal pagados para fabricar nuestra ropa y cultivar nuestros alimentos”.
El Panorama Social de América Latina más reciente emitido por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) muestra que “la desigualdad es uno de los rasgos sobresalientes de las sociedades latinoamericanas y su superación es un desafío clave para el desarrollo sostenible (CEPAL, 2017a). Los índices de desigualdad de ingresos de los países de la región se encuentran entre los más altos del mundo, incluso cuando las cifras se corrigen por las diferencias entre las mediciones basadas en el ingreso y el consumo.” Según el mismo informe, una de las expresiones más evidentes de la desigualdad de ingresos es la elevada y creciente distancia entre las personas que se encuentran en los extremos de la distribución. De acuerdo con la información más reciente basada en encuestas de hogares (que en la mayoría de los países analizados corresponde a 2016), el ingreso captado por el sector más rico representa alrededor del 45% del ingreso de los hogares, mientras que el ingreso promedio del sector más pobre es de apenas un 6% de los ingresos totales. A esto se añade que el ingreso del 10% más rico de la población equivale aproximadamente al ingreso de un 60% del total de la población. Los valores de los indicadores de desigualdad presentados en esta edición del informe corresponden a una serie actualizada y difieren de los presentados en ediciones anteriores de esta publicación. “La información utilizada para medir la desigualdad distributiva proviene de las encuestas de hogares utilizadas en los países de la región para medir el ingreso, que pueden ser encuestas de empleo, de propósitos múltiples y de ingresos y gastos”.
Aunque la Argentina no está entre los países latinoamericanos donde existe la mayor desigualdad entre ricos y pobres, es evidente que está muy lejos de calificar como un país digno de imitar en lo que tiene que ver con una política económica que, movida por el anhelo de justicia, busca reducir la desigualdad. Todo lo contrario. Según el Observatorio de la Deuda Social Argentina, entidad vinculada a la Universidad Católica Argentina, desde fines de 2015 se añadieron un millón y medio de nuevos pobres. Con esto el número de pobres llegó a trece millones, es decir, a un 32,9% de la población. Tales cifras por si solas son alarmantes, pero lo son aún más si se toma en cuenta que, según recientes informes de “Global Wealth” del Boston Consulting Group (GCG), aunque durante 2006 cayó la economía, los activos financieros de las fortunas privadas crecieron de manera sorprendente. Según el analista financiero Jorge Becerra, uno de los coautores del informe mencionado, 106 familias son dueñas de más de cien millones de dólares en activos líquidos, aparte de sus propiedades, y unas 45.000 familias poseen más de US$1.000.000, de los que un 60% está depositado en el exterior. Muchas de esas familias detentan actualmente mucho poder político y ponen en evidencia que el gobierno presidido por Mauricio Macri es eminentemente un gobierno de ricos para ricos.
¿Cómo reaccionamos los cristianos frente a este nefasto problema? ¿Nos conformamos con buscar maneras de paliar el hambre de unas cuantas víctimas que nos rodean y correr así el riesgo de acallar nuestra conciencia practicando el asistencialismo? Admito que eso es mejor que nada, pero temo que al tomar esa vía puede a la larga convertirse en un obstáculo para avanzar hacia un compromiso más radical, más eficaz para lograr algunos de los cambios que la situación de injusticia institucionalizada que nos rodea exige.
No pretendo aquí desarrollar un plan de acción contra la desigualdad reinante, pero me atrevo a sugerir que el primer paso que tenemos que dar es hacer todo lo que esté a nuestro alcance para familiarizarnos con el sufrimiento de los pobres a tal punto que nos sintamos realmente conmovidos e incluso indignados por su situación. Para eso no basta leer o escuchar sobre el tema: es indispensable entrar en contacto directo con personas de carne y hueso que se sienten atrapadas por la pobreza y susciten en nosotros una reacción emotiva a favor de ellos y contra sus opresores.
Una reacción que los mueva a orar con el salmista:
¡Levántate, SEÑOR!
¡Levanta, oh Dios, tu brazo!
No te olvides de los indefensos!
¿Por qué te ha de menospreciar el malvado?
¿Por qué ha de pensar que no lo llamarás a cuentas?
Pero tú ves la opresión y la violencia,
Las tomas en cuenta y te harás cargo de ellas.
Salmo 10:12-14a
¡No nos sorprendamos si orando así encontramos maneras de ser brazos de Dios para transformar situaciones donde reina la desigualdad y la injusticia!
Sobre el autor:
C. René Padilla es ecuatoriano, doctorado (PhD) en Nuevo Testamento por la Universidad de Manchester, fue Secretario General para América Latina de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos y, posteriormente, de la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL). Ha dado conferencias y enseñado en seminarios y universidades en diferentes países de América Latina y alrededor del mundo. Actualmente es Presidente Honorario de la Fundación Kairós, en Buenos Aires, y coordinador de Ediciones Kairós.
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