Hablar contra los ataques del Estado de Israel sobre el pueblo palestino no es, de ninguna manera, justificar los crímenes de Hamas contra Israel. Quien diga lo contrario impone una lógica binaria que empobrece la verdad y distorsiona la ética cristiana. No se trata de justificar unos para condenar a otros. Se trata, más bien, de defender la vida humana en todas sus formas y territorios, con la misma pasión y convicción.
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En ambos lados del conflicto hay niños y niñas que mueren, hay madres que lloran a sus hijos, hay hombres y mujeres inocentes que sufren por decisiones tomadas desde oficinas frías y despachos lejanos. Decisiones que, muchas veces, son crueles, cínicas e inhumanas. Ante esa realidad, callar es traicionar la compasión cristiana. Justificarlo, en nombre de la teología, es aún más grave.
El Estado de Israel ha actuado con un poder militar desproporcionado contra la población civil palestina. No es necesario ser antisemita ni negador del Holocausto para afirmar esta verdad. Criticar al Estado de Israel no es atacar al pueblo judío ni negar sus derechos. Es alzar la voz contra políticas sistemáticas de ocupación, bloqueo, desplazamiento forzado y castigo colectivo, que han convertido la vida en Gaza y Cisjordania en un infierno cotidiano.
Pero también es cierto que Hamas, con su violencia insensata, ha sembrado terror en Israel y ha infligido un dolor profundo a su propio pueblo. Su estrategia militar, además de criminal, es contraproducente: no libera, no construye justicia, no trae paz. La violencia, venga de donde venga, solo perpetúa más violencia.
Y, como si no fuera suficiente, a las anteriores se suman los ataques de Irán y Estados Unidos. Cada paso multiplica el riesgo de una guerra regional de grandes proporciones, que pondría en peligro no solo al Medio Oriente, sino a la paz mundial. La geopolítica ha convertido el sufrimiento humano en moneda de cambio.
Pero lo que más duele —y lo digo con tristeza— es ver a cristianos, católicos, evangélicos y de otras tradiciones, justificar estas guerras con argumentos escatológicos frágiles y peligrosos. Convierten el sufrimiento en “señal de los tiempos”, y la violencia en instrumento del supuesto plan de Dios. Es una escatología sin compasión, que usa la Biblia como un mapa de guerra y al Mesías como general.
No. Esa no es la fe de Jesús. Esa es una fe torcida y cruel, que bendice la violencia y confunde el Reino de Dios con estrategias militares. Jesús no mandó a matar por la justicia, sino a cargar con la cruz del amor. No prometió reinos terrenales, sino la bienaventuranza de los que trabajan por la paz.
Por eso, con convicción serena, afirmo: no estoy a favor de ningún fuego cruzado. Estoy a favor de la paz. De la dignidad humana. De los derechos humanos universales. Y lo digo no desde una postura ideológica, sino desde una decisión espiritual: quiero seguir a Jesús. Quiero ser fiel a su mensaje del Reino.
El Reino que Jesús anunció y encarnó no era de violencia ni de dominio, sino de ternura, justicia y misericordia. Era un Reino que abrazaba a los niños, restauraba a los heridos y confrontaba a los poderosos. Un Reino sin ejército, sin armas, sin enemigos a matar. Un Reino donde la justicia produce paz, y el fruto de la justicia es tranquilidad y seguridad para siempre.
Cuando la política se convierte en muerte, la fe no puede ser silencio. La fe debe alzarse como voz. Y esa voz debe transformarse en compromiso. No basta orar por la paz; hay que tomar partido por ella. No basta lamentar la guerra; hay que denunciar las causas que la perpetúan. No basta llorar a los muertos; hay que defender la vida.
Porque seguir a Jesús no es tomar partido por un bando, sino tomar partido por la vida. “La justicia producirá paz; el fruto de la justicia será tranquilidad y seguridad para siempre.” (Isaías 32:17). Sobre el autor:
El pastor y teólogo Harold Segura es colombiano, radicado en Costa Rica. Director de Fe y Desarrollo de World Vision en América Latina y El Caribe y autor de varios libros. Anteriormente fue Rector del Seminario Teológico Bautista Internacional de Colombia.
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