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El abordar un tema que puede parecer tan abstracto como el mencionado, en realidad abrió un espacio en la clase para compartir deseos, historias y frustraciones. En mi caso, me permitió rememorar los primeros pasos luego de mi “despertar dogmático” cuando comencé a estudiar teología y adentrarme al cuestionamiento de muchas cosas que había aprendido y naturalizado en mi comprometida vida eclesial, la cual comencé desde que tengo uso de memoria. Fueron tiempos de grandes crisis existenciales, sumado a una incipiente pero efervescente pasión mesiánica y “revolucionaria” por querer cambiar el mundo y la iglesia (motivado, tal vez –debo reconocerlo-, por un poquitín de culpa y vergüenza de haber dicho y hecho tantas cosas que en ese momento no entendía cómo pude haberlas defendido)
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Recuerdo que en aquel tiempo, recién mudado a la ciudad de la furia, Buenos Aires, en mis jóvenes 20 años, comencé a asistir a una reconocida iglesia tradicional. Como seminarista, era bien explotado por los locales: desde acomodar los salones para las reuniones hasta trabajar con niños y predicar algunos domingos. También participaba de las clases y talleres que daban distintos líderes de la comunidad, a quienes constantemente arremetía e incomodaba con mis irónicas, punzantes y siempre contestatarias observaciones teológicas, a partir de todo lo que en ese momento estaba estudiando. Tal vez no estaba equivocado en mis afirmaciones, pero mi actitud era insoportable. ¡Ni yo me aguantaba! Como querer que los demás lleguen a los mismos descubrimientos que yo recién estaba alcanzando, ¡al precio que sea!
Esto me llevó a pensar: ¿qué hago participando en un espacio donde finalmente molesto a los demás –ya que obviamente se muestran resistentes a mi interpelación- y donde tampoco crezco ni aprendo con otros/as a partir de mis intereses, preguntas y anhelos? Fue una primera gran lección, donde enfrenté la arrogancia de querer convencer a todo el mundo –utilizando cualquier modo de persuasión- sobre mi forma de ver la vida y la fe. Sigo en desacuerdo con lo que por entonces esa iglesia representaba. Pero eso no justificaba que, desde mi verborragia y posición, actúe tan hipócritamente sobre lo que yo mismo decía sostener: el respeto a la diferencia y a la diversidad.
Fue así que decidí cambiar de iglesia. Una pequeña comunidad a la cual comencé a asistir precisamente por su “mala fama”. ¿Por qué? En una de las clases en la mencionada iglesia, una mujer se refirió a una comunidad de la ciudad como “aguantadero”, es decir, como un espacio que congregaba personas de moral y reputación dudosa, que además estaba “metida con la teología de la liberación”. Pues bien, allí mismo decidí visitarla y desde entonces asistí por varios años. Rápidamente pude ver y sentir tantas cosas distintas: un espíritu de comunidad, flexibilidad e inclusión que me trajeron enorme paz y sosiego.
Al poco tiempo, este grupo me invitó a predicar en la reunión dominical. Recuerdo haber preparado por días ese mensaje, con mucho trabajo exegético y elucubraciones teológicas. Yo estaba muy acostumbrado a predicar en iglesias; pero ese domingo me invadían unos nervios particulares. La gente me escuchó durante todo el tiempo de mi sermón. Y al finalizar, se acerca una anciana y me dice muy suave y amablemente: “mira, la verdad no te entendí nada. ¿Por qué hablas tan complicado?”. Algunos comentarios posteriores fueron más benévolos, pero entre chistes y decires siguieron la misma línea. Nunca me había pasado. Nunca me había sentido así. Recuerdo haber salido ese domingo con mucha frustración y decepción.
Pero los días me llevaron a un profundo proceso de introspección. Sin duda esa anciana y los demás hermanos/as tenían toda la razón. Pero la cuestión no fue sólo mi vocabulario, sino mi actitud en general. ¿Qué era lo que quería esconder detrás de tantas palabras grandilocuentes? Creo que a veces nos gusta confundir a los demás como acto de distracción para que no vean lo que realmente somos en el fondo, donde habita ese temor e inmadurez que nuestros gestos y palabras desean esconder en una actitud de falsa seguridad. Eso en realidad nunca sucede. No hay palabras ni teatralización que pueda ocultar lo que somos.
Segunda gran lección: mientras en la primera iglesia descubrí mi arrogancia por querer convencer a los demás sobre lo que yo creía, en este caso me di cuenta que quería convencer a los demás de que yo era alguien que no era. Es decir, todo lo que predicaba era “de boca para afuera”. Lejos estaban todas esas proposiciones teológicas y filosóficas de representar un marco de sentido genuino para mi vida. Hasta entonces, sólo era crítica por la crítica. Como se dice, una cosa es hablar y otra muy distinta vivirlo y aprehenderlo existencialmente. Los primeros años en esta comunidad simbolizaron un gran golpe contra la pared, donde mis incoherencias, contradicciones y mentiras internas salieron a la luz al comprometerme a caminar genuinamente a partir de lo que creía. Con el tiempo, poco a poco esas palabras, ideas, reflexiones y críticas se encarnaron como visiones, realidades, gestos, prácticas concretas y modos de vida. Sin la confrontación con una comunidad que me puso en jaque, no lo hubiera logrado.
Volviendo a la clase en cuestión, terminé refiriendo a los estudiantes al complejo de Edipo. Como dicen los analistas, a veces se piensa que cortar con el Edipo es discutir o contradecir constantemente al padre/madre. Pero en realidad eso sigue mostrando al Edipo vivito y coleando pero desde otra cara, ya que la reacción por la reacción aún revela dependencia frente a la presencia y opinión del padre/madre. Por ello, como dicen los que saben en la materia, se supera el Edipo cuando uno se sabe completamente “independiente”, es decir, en un camino y lugar propios, donde se toma lo bueno, se deja lo considerado erróneo y se rehacen los desacuerdos de la relación parental, pero ya desde otro lugar. O sea, un lugar propio.
Lo mismo sucede con la fe y la teología. A veces nos pasamos la vida renegando contra “lo que nos han enseñado” como si ello fuera por sí mismo un acto de desprendimiento. Pero en realidad no lo es: aquellos discursos y prácticas siguen ejerciendo demasiado poder sobre uno mismo, por lo que necesitamos estar desmarcándonos virtualmente todo el tiempo, sin dar un paso al costado de una vez por todas para construir un lugar propio, con el costo que ello implica.
A veces las críticas frente a los modelos de fe aprehendidos nos llevan a tomar distancia total con todo lo que en algún momento creímos, al punto de abandonarlas por completo. Eso es válido, siempre y cuando uno/a descubra que asumir tal fe nunca representó una opción propia sino ajena. Pero también creo que es aún más valioso cuando, a pesar de todo lo creído y andado, se tiene la capacidad de resignificar la fe y la teología de las maneras más diversas, plurales y genuinas, tal como la revelación misma de lo divino en la historia y su constitutiva alteridad. Esto es mímesis: utilizar las mismas herramientas aprehendidas para construir algo totalmente nuevo, y que actúe como espacio de reivindicación y vida.
Los golpes contra la cabeza y el corazón, contra mis egos y arrogancias, me mostraron que las formas más cerradas y opresivas de ver la fe, la vida y la teología son en realidad una pizca miserable de lo que lo divino y la fe realmente son. La paleta de colores, las combinaciones de tonos, los posibles sabores y las sensaciones que todo ello nos revela son innumerables en su belleza. Sin duda, descubrirlo es doloroso, tanto para uno como para los nos rodean, quienes a veces son víctimas de nuestros procesos no resueltos. Pero vale la pena continuar, siempre que se camine con humildad, honestidad, reconocimiento y apertura al misterio. Son, sin duda, conversiones constantes.
Sobre el autor:
Nicolás Panotto es Director general del Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública (GEMRIP) Licenciado en Teología por el IU ISEDET, Buenos Aires. Doctorando en Ciencias Sociales y Maestrando en Antropología Social por FLACSO Argentina.
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