¿Qué mundo? ¿Qué hombre? ¿Qué Dios? (Sal Terrae, Cantabria, 1993) es, a mi modo de ver, la obra que desarrolla la propuesta antropológica del reconocido teólogo uruguayo Juan Luis Segundo. Es un libro fascinante que plantea un abordaje muy particular y único de exégesis bíblica y teología sistemática, imbricados de forma original dentro de un entramado de temáticas que van desde las teorías cosmológicas hasta letras de tango.
Uno de los temas que me llamó más la atención fue el concepto de pecado que propone Segundo. Toda su obra está atravesada por el desarrollo de la idea de libertad, en especial en la dinámica que cobra dentro del trío Dios-ser humano-mundo. Parte del hecho de que como sujetos somos creadores con/en Dios (allí se deposita, precisamente, la fuente de nuestra libertad), pero a su vez vivimos en un mundo donde los recursos que utilizamos para nuestras realizaciones históricas responden a un complejo mecanismo de resistencias energéticas. A esto denomina tendencia entrópica: la dinámica de las fuerzas restringidas que operan en el medio en que nos encontramos
De aquí que Segundo relacionará la idea de pecado con la dinámica/tensión que existe entre las condiciones, limitaciones y resistencias del contexto entrópico (o sea, de lo energéticamente limitado) donde nos encontramos, y la libertad inherente de cada sujeto (de esta característica que cada uno/a es co-creador con/en Dios). De aquí que el mal y el bien se definen por la manera en que dichas fuerzas energéticas (que no tiene que ver con una cuestión biológicista sino con dinámicas históricas concretas) logran su síntesis en la interacción entre las personas en dicho medio. Es así que Segundo afirma que “El mal no será nunca elegido como tal. Consistirá en dejar escapar esa síntesis difícil para seguir caminos acostumbrados de energía pobre, simplista, mentalmente o moralmente ‘barata’, o sea, en volver atrás en el camino de la humanización. O, lo que es lo mismo, en rechazar o deformar las posibilidades de síntesis más ricas de amor, de un amor que respeta a cada centro como tal.” (p.444)
Esto cambia de enfoque la forma en que se suele cargar de contenido moral el término pecado. No tiene tanto que ver con prerrogativas morales absolutas sino con formas de construir síntesis entrópicas en nuestra existencia. “No quiere decir esto que el hombre peque siempre que actúa, en el sentido de que sus acciones sean siempre malas. Pero el hombre tiene que vivir su actividad en una apasionada esperanza de realizaciones históricas, sabiendo, eso sí, sin atenuantes, que somos pecadores aun en acciones que, según todos los diccionarios de teología moral, están calificados como buenas y meritorias.” (p.445). Esto significa que el pecado va más allá del seguimiento o no de los contenidos de una moral que pretenda establecerse como absoluta. Dicha arbitrariedad se diluye (no se anula, sino que se abre a la posibilidad de ponerla entre paréntesis) en la misma dinámica siempre contingente y azarosa (otro tema profundamente elaborado por Segundo) de la existencia humana y social.
Nuestra manera de definir el pecado nos lleva también a una manera particular de comprender tanto sus consecuencias como el lugar/posibilidad del individuo frente a el. La carga culpógena que pone el cristianismo sobre dicho concepto funciona como mecanismo (cuasi patológico) de aferramiento a una ley concreta, y con ella a un grupo, interés o intento de homogeinización social o eclesial. Lo que hace Segundo es enfocar la problemática del pecado en la dinámica social misma y en las formas promotoras o limitantes de las fuerzas entrópicas de la vida. Como dice, “la palabra ‘pecado’, tal cual se comprende generalmente como culpa o quebrantamiento de la ley, nos llevaría a descuidar lo que es realmente nuestra esclavitud al pecado o a vivir en una angustia que, como dice Pablo, es exactamente lo contrario del entusiasmo con que hemos de comprender y emprender una y otra vez, después de cada conversión, nuestra tarea de hijos de Dios creadores (p.446)
En síntesis, Segundo nos da una mirada muy particular sobre el concepto de pecado, más allá de la dinámica culpa-causalidad en la confrontación con un corpus legal. Esto no quiere decir que no existan preceptos que actúen como guía. Sobre lo que intenta llamar la atención es en la dinámica que hay detrás y delante de dicho corpus, que tiene directa relación con la promoción o limitación de aquellas fuerzas entrópicas de nuestra existencia. Segundo concibe al ser humano como ser creador con/en Dios. Por eso, lo “malicioso” (término que conceptualiza, desde un estudio de la teología paulina, como un acto de mala fe, de verdad a medias, en contraposición a “maldad” como una acción concientemente realizada) es lo que limita dicha fuerza creadora, o sea, el despliegue de la libertad otorgada en el amor (esencia misma de Dios y, por ende, del ser humano). Por ello, “si olvidamos nuestra responsabilidad de crear un mundo que ha sido puesto (parcialmente) en nuestras manos ‘artesanales’ y preferimos llevar una cuenta de nuestros méritos ante Dios, por más que cumplamos todos los preceptos de todos los decálogos, estaremos pecando. Por que se nos ha creado para eso.” (p.466)
Sobre el autor:
Nicolás Panotto es Director general del Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública (GEMRIP) Licenciado en Teología por el IU ISEDET, Buenos Aires. Doctorando en Ciencias Sociales y Maestrando en Antropología Social por FLACSO Argentina. Miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana.
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