Una década atrás, se usaba el Tedeum evangélico para pedir al entonces Presidente de la República un cementerio. No se trata necesariamente de la más pintoresca de las cosas dichas en uno de estos actos. Un año atrás, el evento volvió a titulares al sugerirse que –dados los avances de la agenda gay- pronto “tendremos que orientar al pedófilo”. Con todo lo distintas que pueden ser entre sí dichas declaraciones, son un buen indicador de lo que suele ser esta ceremonia. Ella acostumbra, en efecto, ofrecer una adecuada síntesis de lo enfermiza que es la relación de gran parte del mundo evangélico con la vida pública. Esta relación puede caracterizarse por una curiosa tensión entre un hablar fuerte y golpeado –se entienda o no de aquello de lo que se habla-, y al mismo tiempo caer en la adulación al gobierno de turno (por ejemplo, calificando de “indecoroso” el debate surgido por la encuesta Casen).
Con esa constante, casi la totalidad de los problemas del país ha desfilado por el templo ubicado en Jotabeche 40, desde el Transantiago a la ley de no discriminación, pasando por las demandas estudiantiles y, sí, aunque usted no lo crea, el costo de las entradas a un show de Madonna. Esa amplitud de temas puede sonar auspiciosa –sobre todo para quienes crean que reina aquí la obsesión exclusiva con temas sexuales-, pero más bien revela la misma mirada de corto plazo que se denuncia en los políticos. Resulta, en efecto, desconcertante que un púlpito esté convertido en la simple palestra para enumerar los problemas del país, en lugar de que se oiga en él algo sobre las causas profundas de tal deterioro. ¿Debemos dejar que anualmente esto se repita sin reflexión alguna? ¿Es responsable dejar que el papel de la religión en la vida pública se agote en ser un incentivo para guerra de twitteos entre dos parlamentarios?
En esta ocasión el blanco de críticas más específicas fue el poder judicial y el senador Rossi. Dado el tono de algunas de dichas críticas, no es extraño que también las respuestas hayan sido enérgicas. Algunos han descrito la situación como si los pronunciamientos de creyentes sobre la vida pública fueran una violación de los límites entre Iglesia y Estado. Para otros –como el afectado senador Rossi- estamos ante un fomento del odio, un tipo de discurso al que incluso habría que hacer responsable por sucesos como la muerte del joven Daniel Zamudio.
A la luz de una evaluación serena, ese tipo de imputación resulta ridícula: no estamos camino a un Estado teocrático, ni es probable que los asesinos de Zamudio hayan estado sobreexpuestos a sermones conservadores. El problema no es que convicciones robustas de los creyentes sean expresadas en la vida pública. Una sociedad pluralista también tiene lugar para eso.
Con todo, la sensación de que estamos ante un problema es justificada, y es una sensación compartida por muchos evangélicos (entre los que me cuento). Después de todo, también desde la perspectiva interna del cristianismo parece poco congruente el deshonrar a la autoridad, y cabe recordar que los representantes de los distintos poderes del Estado, no sólo del ejecutivo, son autoridades. El Tedeum se ha convertido en un tipo de evento al que rutinariamente estas autoridades se ven obligadas a asistir, a pesar de que prevén –si han mirado noticias los años anteriores- lo incómoda que será la situación. No importa qué se diga desde el púlpito, deben mantener un rostro impertérrito. Ya eso basta para quitar toda seriedad a la situación: aunque quien tiene el micrófono diga cosas sumamente serias y dignas de consideración, difícilmente será recibido, pues no estamos ante un oír libre. De parte del político que asiste, lo que está teniendo lugar es un acto de reconocimiento hacia los evangélicos (un reconocimiento que también tiene sus dividendos), y ese tipo de acto obliga al asentimiento o al silencio, impidiendo la consideración libre, serena y diferenciada. Que los pastores sientan que han hablado, o que el gobierno sienta que los ha escuchado –ambas conclusiones son en realidad erróneas.
Dejo a los católicos el preguntarse por las razones para mantener el Tedeum “ecuménico”. Pero para mantener el Tedeum evangélico no parece haber razón alguna. Desde luego no hay político que pueda sugerir su eliminación, pero precisamente eso confirma cuán obligados están, cuán enfermiza es esta relación. Sólo cabe pues esperar que la iniciativa venga de las propias iglesias evangélicas. Y sobran razones para que así lo quieran. Porque “eventos” como éste no han contribuido en nada a una mayor cultura cívica de los evangélicos. Con esto no quiero decir que no haya evangélicos con una alta cultura cívica. Pero tienden a ser precisamente quienes se han formado en oposición a actos como el Tedeum.
La existencia de este acto, como tal vez única instancia de la vida evangélica con amplia cobertura periodística, lo convierte en una catarsis que en lugar de estimular es capaz de incluso inhibir la participación pública seria de los evangélicos. Su eliminación, o una creciente indiferencia del mundo político y periodístico respecto de la ceremonia, contribuiría a una más sana integración de los evangélicos en nuestra vida pública.
Tal vez sea tiempo, en efecto, de repensar de un modo más profundo no sólo la existencia del Tedeum, sino toda la relación de la vida pública chilena con la religión. Tal replanteamiento no tendría por qué implicar una mayor separación de la vida pública y la fe, podría implicar incluso su mayor interacción. Porque una cosa es la separación entre el Estado y las iglesias –separación por la que hay que velar-, y una muy distinta es la relación entre la religión y la vida pública, el modo en que la religión motiva y nutre la participación política de algunos ciudadanos. Distinguir esas dos cosas sin duda es más viable cuando los actores principales son laicos y no pastores. Pero también si los actores son laicos un sano desarrollo de esta relación entre religión y vida pública debiera dar lugar a la expresión de convicciones robustas sin que nadie se escandalice. Son otras cosas, en efecto, las que deben escandalizar respecto del Tedeum.
Manfred Svensson es chileno, Doctor en Filosofía por la Universidad de München, profesor del Instituto de Filosofia de la Universidad de los Andes. Fuera de la Universidad se dedica sobre todo a escribir trabajos de difusión y formación general para las iglesias evangélicas. Es autor del libro "Reforma protestante y tradición intelectual cristiana" (Barcelona, 2016)
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