Raquel sigue llorando
“Se oye un grito en Ramá, llanto y gran lamentación. Es Raquel que llora por sus hijos y no quiere ser consolada, porque ya no existen.”
(Jeremías 31:15 / Mateo 2:18)
Hace dos años, el 7 de octubre de 2023, el horror volvió a escribirse en Medio Oriente. Ese día, el grupo Hamás ejecutó un ataque terrorista contra civiles israelíes, que dejó centenares de muertos y decenas de rehenes —algunos de los cuales, dos años después, aún permanecen en cautiverio. Ningún motivo político, religioso o nacional puede dar razón o amparo a semejante acto de horror. La violencia contra inocentes siempre es pecado, siempre es idolatría del poder.
Pero lo que siguió a esa tragedia fue otra: una respuesta militar desmedida de Israel que transformó Gaza en un territorio de ruinas. La venganza se convirtió en política de Estado, y la legítima defensa en un pretexto para la aniquilación. En nombre de la seguridad, se ha castigado a todo un pueblo.
Hoy, cuando el mundo conmemora dos años del ataque y de la guerra que le siguió, Raquel vuelve a llorar —en Belén y en Gaza, en Jerusalén y en Ramá— por los hijos que ya no existen.
Gaza, la herida abierta del mundo
Según el último balance del Ministerio de Salud de Gaza y de agencias internacionales citado por Reuters y The Guardian, más de 67 000 palestinos han muerto desde octubre de 2023. Casi un tercio de ellos eran niños. Más del 90 % de las viviendas y escuelas han sido destruidas o dañadas. De los 36 hospitales que existían en la Franja, apenas 14 siguen parcialmente operativos, y la mayoría de la población ha sido desplazada más de una vez.
La hambruna, consecuencia directa del asedio, ha cobrado también vidas: al menos 177 personas —la mayoría niños— murieron por desnutrición, y seis de cada diez mujeres embarazadas sufren malnutrición severa, de acuerdo a Reuters. Naciones Unidas calcula que el 97 % de la capacidad agrícola de Gaza ha sido arrasada.
En septiembre de 2025, la Comisión Internacional Independiente de la ONU concluyó que Israel ha cometido “genocidio” en Gaza. El informe señala que el Estado israelí incurrió en cuatro de los cinco actos tipificados por la Convención de 1948: matar miembros del grupo, causarles daño grave físico o mental, imponer condiciones de vida destinadas a destruirlo en parte y adoptar medidas para impedir nacimientos. La comisión habló, con crudeza, de una “intención genocida”.
Aun así, los bombardeos continúan. Las fronteras siguen selladas. Las promesas de alto al fuego se rompen una y otra vez. El hambre se usa como arma y el silencio del mundo se ha vuelto cómplice.
Cuando la seguridad se convierte en idolatría
Israel, que nació del recuerdo del exilio y del sufrimiento, repite ahora sobre otro pueblo lo que una vez padeció. En su deseo de eliminar a Hamás, ha borrado hospitales, escuelas y barrios enteros, como si toda Gaza fuera culpable. Lo que alguna vez fue la búsqueda de seguridad se transformó en una idolatría que exige sacrificios humanos.
El profeta Isaías denunció a quienes “llaman paz a la injusticia y justicia a la violencia”. Y Amós gritó contra los altares construidos con el dolor de los pobres. Toda teología que justifica el exterminio, toda política que despoja a inocentes, toda religión que calla ante el sufrimiento, se vuelve infiel al Dios de la vida.
La obsesión por la seguridad —cuando olvida la justicia— se convierte en un becerro de oro moderno. Una nación que cree salvarse destruyendo a otro pueblo se condena a perder su propia alma.
El silencio del mundo y el silencio de Dios
Durante estos dos años, el mundo ha hablado mucho y ha escuchado poco. Se han pronunciado discursos, conferencias y condenas tibias, mientras los cuerpos siguen bajo los escombros. Algunos gobiernos justifican, otros miran a otro lado. La maquinaria mediática filtra la empatía: unas muertes conmueven, otras se vuelven estadísticas.
Y en medio de ese ruido, muchos creyentes se preguntan: ¿dónde está Dios?
Karl Barth escribió que Dios no es indiferente, sino paciente; y Gustavo Gutiérrez recordaba que “Dios está en la historia, pero del lado de las víctimas”. El silencio de Dios no es ausencia: es una herida abierta en nuestra conciencia. Su aparente silencio es la forma en que nos pregunta si todavía somos capaces de escuchar el clamor de su pueblo.
El problema no es el silencio de Dios, sino el nuestro. La neutralidad ante la injusticia es una blasfemia contra la encarnación. Cada vez que un niño muere de hambre bajo el bloqueo, el Evangelio es crucificado de nuevo.
Teología desde las ruinas
Desde los hospitales colapsados, los campos improvisados y las escuelas convertidas en refugios, sigue surgiendo una fe obstinada. Hay madres que oran con sus hijos entre los escombros. Hay médicos que, sin luz ni anestesia, continúan curando. Hay iglesias, mezquitas y comunidades que reparten el poco pan que queda.
Esa fe —humillada, pero viva— es la que sostiene el alma de Gaza. Una teología desde las ruinas: no la de los poderosos que explican la guerra, sino la de los que la sufren. Es la fe del pueblo crucificado, que clama por justicia y aún espera resurrección.
Dietrich Bonhoeffer, asesinado por el nazismo, escribió que “solo quien grita por los judíos tiene derecho a cantar gregoriano”. Hoy podríamos parafrasearlo: solo quien grita por los palestinos tiene derecho a predicar el Evangelio. Porque la fe que no se encarna en solidaridad es sólo ideología vestida de piedad.
Raquel y la promesa
Jeremías no dejó a Raquel llorando para siempre. En los versículos siguientes, Dios le dice:
“Reprime tu voz del llanto y tus ojos de las lágrimas, porque hay recompensa para tu trabajo… volverán de la tierra del enemigo.” (Jeremías 31:16-17)
La promesa no es olvido, sino esperanza. Dios no consuela negando el dolor, sino acompañándolo hasta que la justicia renazca. Y mientras eso no ocurra, nuestra tarea es no callar.
Dos años después, Gaza sigue siendo la herida abierta del mundo y el espejo de nuestra humanidad rota. Callar ante su sufrimiento es traicionar el Evangelio del Crucificado, que se identifica con los niños hambrientos, las madres desplazadas y los cuerpos sin sepultura.
Raquel sigue llorando. Y mientras ella llora, el cristiano no puede dormir tranquilo.