A los seis años de edad, con un corte de cabello unisex al estilo "taza", común entre los niños y niñas de los años 80 en Chile, experimenté un cambio drástico en mi vida. Nuestra familia se vio obligada a mudarse a Argentina, ya que mi padre había perdido su empleo en un régimen totalitario y buscaba un futuro mejor para nosotros. De la noche a la mañana, nos encontramos en un país diferente, enfrentando un calor sofocante, mosquitos ávidos de mi sangre dulce y una multitud de personas que me hacían sentir pequeña y diferente.
Un 24 de diciembre, después de una serie de cambios de transporte, llegamos a una casa donde todos nos recibieron con amabilidad. Hablaban en voz alta, reían aún más fuerte y tenían un acento que resonaba extrañamente en mis oídos. La atmósfera estaba llena de celebración; a medianoche, los fuegos artificiales iluminaron el cielo, la alegría se desbordaba por todas partes, los vecinos compartían clericó (un ponche típico) y pan dulce, y las risas eran contagiosas. Yo no estaba acostumbrada a ese tipo de celebraciones; en mi pequeño pueblo y especialmente en mi familia éramos más reservados. Pero entre toda esa algarabía, algo capturó mi atención: los regalos, ¡y sobre todo porque había uno para mí! Finalmente, algo que me conectaba con esta nueva realidad. Con alegría rompí el papel de regalo y encontré un camión de tolva para niños. Mi rostro de insatisfacción reveló que me habían tomado por un niño. Al día siguiente, recibí un regalo más acorde con mi género...
Esa experiencia de cambio de país me hizo consciente por primera vez de mí misma en un mundo desconocido, donde mi identidad se enfrentaba a desafíos constantes. Hablaban diferente, se vestían diferente y me percibían diferente, incluso llegando a confundirme con un niño. De ser una niña alegre y juguetona, me transformé en una niña silenciosa y reservada. No sabía cómo comportarme en un entorno lleno de "amenazas" simplemente porque todo me resultaba extraño y desconocido. Pero en medio de todos estos cambios, hubo personas que caminaron junto a nuestra familia. A pesar de sus diferencias, esa familia, tan bulliciosa y alegre, nos ofreció refugio en su hogar y tuvo la paciencia de ayudarnos a adaptarnos a su mundo. Recuerdo a don Alfonso Salamanca, el dueño de la casa, que nos sentaba junto a él y nos explicaba a mi hermano y a mí cómo funcionaban algunos electrodomésticos. Nos enseñó con paciencia el significado de las palabras nuevas y nos habló de razas que nunca habíamos visto antes. Incluso nos mostraron que un alfajor era una golosina para niños.
No debió haber sido fácil para ellos acoger a una familia con niños, especialmente cuando en un par de ocasiones nuestro balón rompió algunas macetas que la señora Luisa vendía. Dos niños pequeños jugando en un pequeño patio podían ser una verdadera amenaza para su estilo de vida. Durante ese tiempo, mi identidad estaba confundida, me sentía extraña, pero gracias a esas personas que nos ofrecieron refugio hasta que encontramos nuestra propia casa, pudimos ser parte de ese nuevo tejido social en el que parecía imposible encajar. Tal vez no fuimos ángeles que ellos hospedaron, pero estoy segura de que ellos fueron nuestros ángeles mientras nos adaptábamos a nuestra nueva vida en un nuevo país.
Las palabras "extranjero" y "extraño" comparten la misma raíz. Ser extranjero es ser diferente, es ser como niños que no saben, tener costumbres distintas y hacer las cosas de una manera diferente, incluso cuando las palabras son las mismas pero con significados diferentes.
Mi historia se quedó en un evento anecdótico en mi vida, casi una aventura. Sin embargo, en este mismo momento, miles de familias y personas en todo el mundo están experimentando cambios similares. Muchos de ellos, lejos de tener una experiencia agradable, están viviendo verdaderos traumas. Padres separados de sus hijos, personas discriminadas por su acento, su forma de ser o simplemente por ser extranjeros. Personas que, después de tener una casa con todas las comodidades, se ven obligadas a dormir en la calle porque no tienen una familia como los Salamanca en sus vidas. Niños que son arrancados de sus juegos, de su zona de confort, de algo tan básico como sus comidas, sabores y colores familiares. Ellos no han tenido una bienvenida llena de alegría, refugio, techo, esperanza y la certeza de que pronto estarán bien. A esto se suma que la mayoría de las personas que emigran no lo hacen por elección, sino por la violencia, la falta de alimentos y la carencia de derechos básicos en sus lugares de origen. Sin embargo, cuando el lugar que los recibe es hostil, esta transición se vuelve aún más compleja y a veces imposible.
La Biblia nos muestra constantemente movimientos de personas. Jesús mismo nació en un establo porque no había lugar para sus padres en la ciudad en la que se encontraban (Lucas 2:1-7). Más adelante, tuvieron que huir a Egipto para escapar de la persecución de un rey (Mateo 2:13-15). Huir no es lo mismo que preparar un equipaje meticulosamente con ropa adecuada, documentos de identificación y dinero. Muchos se ven obligados a salir con lo que llevan puesto. Así como Jesús experimentó la migración en condiciones precarias, miles de familias y niños migrantes no tienen un lugar donde descansar la cabeza, no saben qué comerán al día siguiente, tienen los pies llenos de ampollas a causa de caminar con zapatos inapropiados y anhelan que el día llegue pronto durante las noches frías. Sus rostros, antes tersos, ahora están agrietados por el sol abrasador, y no tienen a nadie que los acoja, cuide y oriente en esta nueva etapa de sus vidas.
Sin embargo, ser honestos significa reconocer que ofrecer refugio quizás no sea una tarea sencilla. No todos están dispuestos a abrir las puertas de su hogar a personas desconocidas; solo familias como los Salamanca están dispuestas a recibir a extranjeros, a pesar de las posibles dificultades que esto pueda conllevar. Solo la compasión verdadera, que emana de Dios, nos capacita para actuar con tanto amor. Hospedar es un mandato divino que nos llama a superar los mensajes xenófobos que con demasiada frecuencia escuchamos, a vencer el egoísmo y a cuidar al prójimo con amor. La Biblia, en sus leyes, tenía disposiciones humanitarias que se ocupaban de los más desfavorecidos, incluyendo a los extranjeros (Deuteronomio 10:18; 24:17-21, Éxodo 22:21).
Es posible que no podamos esperar lo mismo de la sociedad en su conjunto, pero como creyentes, estamos llamados a actuar de acuerdo con esta enseñanza. Solo aquellos que conocen a Dios y tienen una conexión íntima con Él pueden comprender Su voluntad. Y Su voluntad es que cuidemos a los desprotegidos. No solo debemos esperar hospedar ángeles, sino que también debemos aspirar a ser ángeles que reconfortan a los extranjeros.
Reflexionemos:
¿Qué puedo hacer para que un extranjero se sienta bienvenido? ¿Cómo puede nuestra iglesia local proporcionar espacios de acogida para los extranjeros? ¿De qué manera puedo ser una bendición, al igual que hemos sido bendecidos nosotros?
Sobre la autora:
P. T. Cofré es chilena, egresada del Seminario Teológico Bautista de Santiago Chile. Obtuvo su Maestría en Estudios Teológicos en el Eastern Baptist Theological Seminary de Philadelphia. Ex Rectora del Instituto Teológico Bautista Nacional de Chile. En la actualidad es la Directora Académica del Seminario Teológico Bautista del Ecuador, Sede Quito.
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