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lunes, 31 de julio de 2017

El rabino que robaba corbatas: Lectura pastoral de un hecho humano

Por Harold Segura, Colombia y Costa Rica

La noticia me consternó cuando la leí (marzo 2007). El principal rabino del Brasil, Henry I. Sobel, presidente del rabinato de la Congregación Israelita Paulista, fue detenido por la policía de Palm Beach, al sureste de Florida, acusado de robar una corbata de la famosa tienda Louis Vuitton. Señala la noticia que el religioso judío fue filmado al doblar la corbata. Después salió de la tienda con las manos vacías, y una empleada avisó a las autoridades quienes lo detuvieron minutos más tarde.

El rabino negó el robo, pero después, ante la evidencia innegable, aceptó y se ofreció a pagar la prenda. Además admitió que había cometido el mismo delito en otras ocasiones en tiendas como Gucci y Giorgio Armani. Sobel pasó la noche en la cárcel de Palm Beach y luego fue liberado tras pagar una fianza de tres mil dólares ($3.000). «Nunca tuve la intención de robar ningún objeto en mi vida», dijo al salir de la comisaría. Tras el incidente renunció de manera temporal a su cargo ante la comunidad judía de Sao Paulo.

Al rabino Sobel tuve el privilegio de conocerlo personalmente en una reunión inter-religiosa celebrada en el año 2003 en las afueras de Sao Paulo. En esa reunión, un grupo de líderes religiosos judíos, católicos, budistas, musulmanes, de las religiosidades indígenas, y evangélicos, nos reunimos para pensar en posibles vías de colaboración para trabajar a favor de la paz y la justicia en nuestro continente. Y Sobel estaba allí. No podía faltar, por ser rabino en Sao Paulo, pero, sobre todo, por su larga trayectoria como defensor de los derechos humanos y valiente activista contra la violencia. Todavía se recuerda como en 1975 realizó una celebración ecuménica con el Cardenal Paulo Evaristo Arns, en memoria del periodista Vladimir Herzog, muerto por torturas. Este culto fue considerado como la primera gran manifestación pública en contra del entonces régimen militar del Brasil.

Después del incidente de la corbata, Sobel fue internado en el Hospital Israelita Albert Einstein, de Sao Paulo, con síntomas de «descontrol emocional y alteraciones del comportamiento»; padecía de insomnio y había usado medicamentos hipnóticos sin moderación. Esto pudo causarle confusión mental y amnesia.

Y debe estar trastornado, porque además del robo hizo algo que dejó perpleja a la comunidad judía, como fue pedirle perdón al Papa Benedicto XVI en su visita a Brasil (2007). Esto supone la aceptación de una jerarquía espiritual del Papa sobre la jerarquía judía; algo inédito en la historia de ambas religiones.

«Ni yo mismo entiendo por qué lo hice», afirmó Sobel cuando lo interrogaron acerca de las razones del robo. Pero acerca de su solicitud de perdón al Papa, nada se sabe.

Esta tragedia de Sobel —me refiero a lo de la corbata, porque lo del perdón al Papa no se cómo interpretarlo— me remitió de inmediato a la historia de Acán, en el Antiguo Testamento, quien participó en la toma de Jericó y se dejó tentar por un lindo manto babilónico, además de otras cosas de más valor, como doscientas monedas de plata y un lingote de oro que pesaba medio kilo (Jos 7:21). Pensé en Acán no porque el tamaño de su robo haya sido igual al del rabino. Los más de seiscientos dólares que costaban las corbatas no son comparables con la barra de oro hurtada por Acán. La comparación vale por el factor humano y psicológico que se encuentra tras los hechos. Ambos sucumbieron ante la belleza de una seda, de Louis Vuitton para el rabino y de elaboración babilónica para Acán, y ambos pensaron que nadie los iba a descubrir, ni la cámara escondida de la tienda gringa, ni la mirada penetrante del Señor en Jericó.

Lejos esté de mí juzgar la conducta de Sobel; mucho menos cuando su médico ha dicho que padece de un trastorno que «desdobló su personalidad». Ni juzgo la de Acán; eso lo hizo Dios en su momento. Sólo me quedo pensando en la fragilidad humana que se resquebraja ante una seda que alucina o ante un pedazo de oro abandonado por un pueblo vencido. ¿Para qué una corbata más en el armario del rabino a cambio de su reputación ganada con tanto riesgo? ¿Para qué una manta de seda en la tienda de Acán a cambio de la derrota de su pueblo ante los ejércitos enemigos? ¿Para qué un poco más a riesgo de perderlo todo?

Tras la búsqueda de esas respuestas me atrevo a acudir a la teología. ¿Acaso no es ella la mejor terapia y acaso no es suficiente cuando es liberadora? La teología libera allí donde el moralismo esclaviza. El moralismo (a diferencia de la moral liberadora), por ejemplo, no ha sabido explicar la complejidad del drama humano que se debate, como lo explica el apóstol Pablo, entre «el bien que quiero» y «el mal que no quiero» (Ro 7:19-24)1. «Ni yo mismo entiendo por qué lo hice», respondió el rabino. Y Acán: «Me gustaron esas cosas, y me quedé con ellas» (Jos 7:21).

Pablo —teólogo por excelencia—, describe el conflicto entre nuestro pensar y nuestro obrar cuando exclama: «Así que descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo. ¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?» (Ro 7:21-24). «El pecado aliena al hombre, en el sentido de que le compromete en un destino que contradice sus aspiraciones profundas y la vocación a la que Dios le llama. Esta contradicción es la que Pablo pone en evidencia, mostrando que el hombre desea el bien y lo quiere, pero sin éxito, puesto que no logra con total éxito evitar el mal.»2 Siglos después, Lutero enseñaba, sobre la base de los textos paulinos, que el ser humano es justo y pecador al mismo tiempo; es al mismo tiempo santo y profano; es tanto hijo como enemigo de Dios. Es, en lenguaje de hoy, un ser capaz de lo justo y de lo injusto; de lo razonable y de lo absurdo; de defender la vida de los torturados y de hurtar una corbata en Louis Vuitton. Lutero fue el primero en expresar de esta forma la paradoja de la gracia que coexiste con el pecado; fórmula polémica tanto ayer como hoy.

Lutero no tiene interés en demostrar la coexistencia de dos términos contradictorios, sino en explicar la situación del ser humano ante Dios. Y para él, todos somos pecadores que no podríamos presentarnos ante Dios alegando nuestras propias virtudes, sino acogiéndonos a la gracia de Dios. Sólo por esa gracia podemos declararnos justos ante Dios. Seres justos que son al mismo tiempo pecadores. El justo vive en conflicto y lucha animado por el Espíritu, no por los méritos de su esfuerzo personal. Nunca estará libre de sucumbir ante la tentación. Es pecador mientras esté en este mundo, aunque justo por la esperanza que le otorga la gracia de Dios. «Pero si pecado es lo que nos hace enemigos de Dios, no es posible ninguna condenación para el justo que posee el Espíritu, aunque sea una posesión incompleta (Ro 8,1)»3, señala Hans Küng en su investigación acerca del concepto de la justificación en la teología de Karl Barth.

Bajo el amparo de esta teología, la espiritualidad protestante nos propone varias virtudes cardinales para el peregrinaje cristiano, entre ellas la humildad, la compasión y el compromiso. La humildad ligada al reconocimiento del pecado personal y estructural y a la conciencia de nuestra vulnerabilidad; la compasión dispuesta al acompañamiento amoroso de quienes caen presa del mal; y el compromiso con la construcción de un mundo mejor que nos libra, por cierto, del perfeccionismo individualista (santidad narcisista). Pablo, en una pieza maestra de teología pastoral, enseña: «Hermanos, si alguien es sorprendido en pecado, ustedes que son espirituales deben restaurarlo con una actitud humilde. Pero cuídese cada uno, porque también puede ser *tentado. Ayúdense unos a otros a llevar sus cargas, y así cumplirán la ley de Cristo. Si alguien cree ser algo, cuando en realidad no es nada, se engaña a sí mismo. Cada cual examine su propia conducta; y si tiene algo de qué presumir, que no se compare con nadie. Que cada uno cargue con su propia responsabilidad» (Gá 6:1-5).

El justo —hecho justo por la gracia de Dios— se sabe pecador, pero al mismo tiempo se siente impelido a crecer cada día «a la plena estatura de Cristo» (Ef 4:13). En este proceso de crecimiento, permanente y siempre imperfecto, el ser humano se humaniza, alcanza su verdadera estatura y madurez, sin desatender su responsabiliad de construir un mundo según el anhelo de Dios (Reino de Dios), donde la plenitud de vida sea una realidad para todo lo creado. Con suma razón dice Ballester que «Dios, lejos de deshumanizar, personaliza» y agrega con ingenio que «el justo no es el que vive en otro mundo, sino el que vive de otra manera».4
 
Esta espiritualidad, humilde, compasiva y comprometida nos libra de esa otra espiritualidad, arrogante, insensible e indiferente que ha ganado, por desgracia, el terreno de la religiosidad cristiana de este tiempo.

Al presentar el pecado como condición propia de los seres humanos, como lo hace Lutero, la santidad queda, entonces, en el terreno de las condiciones humanas concretas. Nada de abstracciones. No nos humanizamos por ser más pecadores —que no se entienda mal a los reformadores— sino por ser más semejantes a Jesús. La gracia hace posible nuestro seguimiento del Maestro. Aquí, en nuestra condición terrenal, el pecado nos acompañará por siempre, pero esto no niega el futuro que se aproxima: la plena liberación del pecado (del mal y del malo). Por eso es válido afirmar que la auténtica dimensión humana es escatológica y que en esta tierra somos peregrinos solidarios con destino futuro (Hb 1:13-16). ¡Es el Reino de Dios que se aproxima!

Rabino Sobel, desde aquí mi saludo. Le pido a Dios por su recuperación. Lo de las corbatas no lo define a usted. En la memoria de sus amigos —y Dios entre ellos— hay otras cosas más: su lucha valiente por la justicia, su amor por la vida, su corazón abierto y solidario, sus treinta y cinco años de servicio a su comunidad judía, en fin. Que el Señor nos sane, a usted de su alteración emocional y a nosotros de la falta de misericordia. El Señor es su pastor; que nada le falte.

Notas:

1 Ls citas bíblicas son tomadas de la Nueva Versión Internacional (NVI).

2 Martin Gelabert Ballester, Salvación como humanización. Esbozo de una teología de la gracia, Paulinas, Madrid, 1985.

3 Hans Kung, La justificación, Herder, Barcelona, 1965.

Sobre el autor:

El pastor y teólogo Harold Segura es colombiano, radicado en Costa Rica. Director de Fe y Desarrollo de World Vision en América Latina y El Caribe y autor de varios libros. Anteriormente fue Rector del Seminario Teológico Bautista Internacional de Colombia.



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