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La misma crítica se han hecho ya muchos cientistas sociales y filósofos en torno a la propia noción de ideología y su manifestación social, término que refiere a una dinámica ciertamente más compleja de lo que por entonces Marx afirmaba sobre una “falsa conciencia” implantada por una clase sobre otra. Ideología, más bien, no es una ilusión sobre la realidad inscripta en la mente, sino la creencia de que la realidad que afirmamos y vivimos es única y verdadera. Es decir que la falsedad no es sólo una fantasía mental sino un modo de vida asumido, estructurado y cotidiano. Como dice Slavoj Žižek, “La máscara no encubre simplemente el estado real de las cosas; la distorsión ideológica está inscrita en su esencia misma” (2005: 56)
En otras palabras, las ideologías no son imágenes colocadas discursivamente a modo de delirio en los sujetos, sino que involucran prácticas concretas que se traducen en relaciones, instituciones, símbolos, rituales, que se transforman en modos de vida. Como resume Ernesto Laclau, lo ideológico es “la creencia en que hay un ordenamiento social particular que aportará el cierre y la transparencia de la comunidad” (2000:21) Es decir, lo falso no reside en un pensamiento, utopía o cosmovisión instaladas en la consciencia, sino en que las prácticas sociales cotidianas, tal como se presentan, son eternas e incuestionables.
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Aquí emerge otro elemento que ha influido en esta relectura de lo ideológico –y que responde al aporte del psicoanálisis a las ciencias sociales y la filosofía política- como es el concepto de síntoma. Muy básicamente, el síntoma refiere, por un lado, a los indicios del retorno de lo reprimido, es decir, a la manifestación en nuestra realidad (que Lacan define como lo simbólico, es decir, las acciones, discursos, rituales, etc., que intentan dar sentido y encauzar nuestras prácticas personales y sociales) de situaciones y experiencias que en realidad hablan de algo “más atrás” o “más allá”, que se deposita en el fondo, escondido subconscientemente pero siempre amenazando con salir. De aquí emerge el Súper Yo como el conjunto de Leyes y normativas (familiares, sociales, culturales, políticas, religiosas, etc.) que intentan enmarcar la existencia, para que los “traumas” –sucesos inmanejables que se encuentran en el inconsciente- no salgan a flote para perturbar el orden (es decir, nuestro orden).
Por otro lado, los síntomas también nacen para enfrentar la disputa que se origina entre la plenitud y el vacío que enmarcan nuestra vida. Dice Lacan en el Seminario VII: “Es justamente el vacío que crea, introduciendo así la perspectiva misma de llenarlo. Lo vacío y lo pleno son introducidos por el vaso en un mundo que, por sí mismo, no conoce nada igual. A partir de este significante modelado que es el vaso, lo vacío y lo pleno entran como tales en el mundo… si el vaso puede estar lleno, es en tano que primero, en su esencia, está vacío”. La vida siempre se va jugando entre lo traumático que es llenar los vacíos que provoca el sinsentido inevitable de la existencia, a través de la construcción de un mundo simbólico –es decir, de acciones, lenguajes, ideas, sentidos, leyes, modos de relacionarse, puniciones, premios, etc.- para ponerle cierto orden al caos que nos invade. Pero la batalla entre el vacío y la plenitud sigue viva y nunca se acaba en el orden que nos contiene.
La Ley irrumpe como una manera de lidiar con el desorden que se manifiesta a nuestro alrededor, para que el modo en que vivimos sea percibido pleno y universal, y así se excluya todo lo que lo amenace y señale que en realidad, “más allá”, hay algo que pone en riesgo su estabilidad o simplemente indica que lo que pensamos que es clausurado y único, en realidad no lo es. Como afirma el psicoanálisis, la Ley no se sostiene solamente por representar una supuesta Verdad indiscutible sino más bien se responde a ella instintiva y automáticamente porque creemos que seguirla envuelve seguridad. Es decir que obedecerla no siempre constituye un acto racional de convencimiento sino algo mucho más pragmático que responde a nuestra necesidad de estabilidad.
Teniendo esto en mente, la ideología muchas veces actúa como un modo de sublimar los conflictos que producen estas dinámicas tan presentes en la vida. Lidiar con el vacío, con lo diferente que amenaza nuestro orden o, peor aún, con aquello que preferimos mantener reprimido por temor a que salga a la luz y cuestione lo normativizado, es algo que conlleva conflictos existenciales insoportables. Por ello, la necesidad del orden, la estructura, lo institucionalizado como marcos para contenerlo. Y muchas veces, al costo que sea. De aquí que “La función de la ideología no es ofrecernos un punto de fuga de nuestra realidad, sino ofrecernos la realidad social misma como una huida de algún núcleo traumático, real” (Žižek, 2005:76)
Volviendo al inicio, creo que estos elementos brevemente descritos nos permiten complejizar algunas lecturas críticas sobre lo que sucede en muchas iglesias. Las ideologías –la mayoría de las veces construidas con un ropaje bíblico-teológico- distan de ser sólo discursos que son asumidos racional o conscientemente desde una lógica de falsedad, sino, más bien -partiendo de los dos elementos tratados hasta aquí- son instancias que están, por un lado, inscriptas en las prácticas de la vida cotidiana de los creyentes desde un sentido de necesidad y, por otro lado, responden a la negación de nudos traumáticos tanto de las propias iglesias como de la sociedad y cada individuo, es decir, a la imposibilidad de afrontar situaciones, experiencias e historias –personales y comunitarias- que develan fragilidad, falta de control, desorden; o sea, todo lo que se oponga a lo seguro.
De aquí podríamos tal vez leer con otra mirada la famosa expresión popular: “Si Dios es un Dios de orden…” Los síntomas eclesiales se manifiestan a través de las exclusiones. Son las ideas que se rechazan por no alinearse con los discursos establecidos como verdaderamente bíblicos, son las personas que se encuentran en pecado por no responder a las moralinas establecidas, son las prácticas eclesiales que quedan de lado por no ser funcionales a las estructuras de liderazgo. En fin: muchas veces los síntomas manifiestan elementos que no necesariamente representan lo que Dios niega sino lo que nosotros/as queremos mantener reprimido.
Estos aportes tal vez nos ayuden a profundizar la crítica a los mecanismos ideológicos dentro de las iglesias, a partir de estos elementos:
- Necesitamos complejizar los modos en que se produce o circulan ideologías en las iglesias. Como afirmamos, la ideología no es sólo un tipo de discurso teológico falso que se impone sino creer falsamente que los modos de ser y hacer dentro de la iglesia son universales. Esto significa que nuestras críticas –y por ende las propuestas de cambio- deben estar focalizadas en la deconstrucción y transformación de prácticas cotidianas, dinámicas litúrgicas, modos de relacionamiento comunitario, estructuras de liderazgo, entre otros aspectos mucho más elementales, y no sólo discursos religiosos o la acción del liderazgo. Esto implica, además, que un discurso teológico que puede parecer inclusivo o abierto, no necesariamente se traduce en liturgias, relaciones y modos sanos de ser iglesia. En ese sentido, la falsedad ideológica se manifiesta de todas maneras, más allá de la existencia de un discurso que afirma lo contrario a lo que se hace (es más, podríamos decir en este caso que la posición teológica actúa como síntoma de un modo de ser iglesia, al esconder disputas ideológicas desde un posicionamiento discursivo supuestamente contrario)
- Necesitamos complejizar los modos de identificación ideológica de los y las creyentes. Esta lectura también sugiere no ser reduccionistas al ver a los miembros de iglesias como simples ovejas inconscientes y dóciles que asumen prácticas simplemente porque están cegadas o por imposición de un líder. Las ideologías actúan como modos de vida naturalizados y también como respuestas de los sujetos a un complejo y vasto conjunto de elementos existenciales, que pueden relacionarse con su historia personal, su situación vital, sus deseos, su personalidad, entre muchísimos otros elementos. De aquí que la crítica ideológica debe tener en cuenta la dimensión más bien cotidiana de ciertos comportamientos, y no sólo instancias coercitivas. De aquí la importancia de un cuestionamiento que no sólo confronte discursos o prácticas jerárquicas de liderazgo, sino que proponga otros modos de relacionamiento, de estructuras institucionales, etc.
- Proponer una espiritualidad que responda a los nudos traumáticos de la realidad. No existe la plenitud; el vacío de la existencia seguirá amenazando todo intento de sutura. No existe el completo orden; siempre habrá desorden. No existe la estabilidad completa; siempre habrá crisis. Debemos arriar con ello en la vida misma como en la fe y en la iglesia. No existe una manera clausurada de ver a Dios, no existe una teología perfecta, no existe un solo modo de acercarse a lo divino, no hay una iglesia única. Las diferencias, los riesgos, las contingencias, representan elementos imposibles de soportar desde un concepto de Dios Absoluto, desde un modo único de ser iglesia, desde una liturgia insensible a la corporalidad, etc. Hete aquí el mejor campo para las ideologías opresoras como modo de aplacar cualquier conflicto o síntoma. Peor aún: es la mejor oportunidad para sacrificar a aquellos/as que emergen como un cuestionamiento al orden. No son personas; son objetos que amenazan la estabilidad, lo universalizado. De aquí la crueldad de la ideología eclesial: el sacrificio de víctimas que actúan como chivos expiatorios de los síntomas que ponen de manifiesto lo intolerable. El “problema” reside en que la estabilidad nunca ocurre ni ocurrirá (y en este año que recordamos los 500 años de la Reforma deberíamos pensar más en ello): las tensiones persistirán, en la vida, en la teología, en la fe. Es más: sin tensión no hay vida, humanidad, teología, eclesialidad. La falta de capacidad en su manejo provoca niveles indignantes de deserción y exclusión dentro de nuestras iglesias. Son mecanismos de castigo por la incapacidad que tenemos de soportar al otro y a lo diferente, no solo presente “externamente”, “más allá”, “afuera”, sino principalmente en nosotros/as mismos/as, que nos vemos reflejados en esos “síntomas” que movilizan y desafían nuestras estructuras, nuestra seguridad, nuestra estabilidad.
Bibliografía
Laclau, Ernesto (2000) “Muerte y resurrección de la teoría de la ideología” en Misticismo, retórica y política. Buenos Aires: FCE, pp.9-55
Lacan, Jacques (2013) Seminario 7. La ética del psicoanálisis. Buenos Aires, Paidos
Žižek, Slavoj (2005) El sublime objeto de la ideología. Buenos Aires: Siglo XXI
Sobre el autor:
Nicolás Panotto es Director general del Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública (GEMRIP) Licenciado en Teología por el IU ISEDET, Buenos Aires. Doctorando en Ciencias Sociales y Maestrando en Antropología Social por FLACSO Argentina.
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