No pretendo hacer ninguna disquisición sobre Einstein. Más bien, me propongo arrojar algunos pensamientos sobre la idea en torno a “ser relativista” (sí, lo confieso: título que me he ganado repetidas veces por mi forma de pensar y actuar). Existe una idea generalizada, y es que ser relativista significa no creer en nada. Los depositarios de tal epíteto, son personas mayormente definidas como cuestionantes de absolutamente todo, sin fundamentos morales definidos y propensos a la carencia de algún camino que defina su lugar particular.
Todo esto que hemos descrito conlleva como efecto un sentimiento de temor y peligro frente al cuestionamiento de aquello que dibuja el curso de nuestro peregrinaje. No tanto del contenido del camino (ya que muchas veces encontramos discursos antagónicos que responden a la misma manera de entender el funcionamiento o lógica del sendero que escogen), sino de la forma de comprenderlo, construirlo y ubicarlo en nuestra historia. El relativismo carcome las bases más preciadas de aquellas acciones y palabras que fundamentan nuestra seguridad. Somos deudores, al menos en occidente, de una forma lineal de ver la vida y la historia, que enfila teleológicamente nuestros deseos, vocaciones, pensamientos e ideas, visión que no resiste contingencia alguna. La noción de progreso se ha encarnado en los filamentos más profundos de la constitución del goce. Hemos construido una manera hermética de comprender los procesos de cambio, los cuales deben realizarse en tanto movimientos pero encarrilados en vías rígidas y seguras. “No sea que…”
Es así que se produce el “efecto rebote”: cuestionar lo definido como seguro, fundamental, eterno, natural, es pararse sobre la nada. Pero hete aquí la falacia que me gustaría resaltar: no puede existir relativismo en la nada, ya que se es relativo en la medida en que existan formas, caminos, maneras, segmentaciones, discursos, que insten de ser cuestionados. Es casi una perogrullada afirmar que como personas podemos posarnos en un sin sentido absoluto, por la simple razón de que poseemos un lenguaje, de que convivimos en un entorno social del cual heredamos una historia, de que tenemos creencias que nos motivan a existir.
En otras palabras, es una falacia porque siempre relativizamos desde un lugar particular como sujetos. Lugar que dista de ser limitado, único, homogéneo; más bien, es en sí mismo heterogéneo y construido por innumerables elementos. Pero es “lugar” al fin. Además, lugar que se encuentra junto a otros lugares, que representan a su vez percepciones diversas de la realidad. Aquí el “doble juego” de los lugares: por un lado, inscripción de una particularidad; por otro, evidencia de la pluralidad. En definitiva, la idea de la “nada total relativa” es, más bien, un prejuicio construido frente al miedo a la crítica, al cuestionamiento del irreal pensamiento único, al reconocimiento de la heterogeneidad que nos compone como seres humanos y grupos sociales.
Por ello, hay que entender que ser relativista no significa un salto al vacío total sino reconocer las fisuras de los caminos asumidos, que no dejan de ser tales –en tanto pasadizos que nos mantienen de pie y en movimiento-, pero que no están constituidos de formas homogéneas y únicas. Ser relativista no implica ver la roca y el abismo como dos instancias antagónicas que se contraponen una a la otra, sino comprender las formas de vida como senderos de arena, que poseen una consistencia que lo define pero cuya composición está hecha de innumerables partículas con microscópicos filamentos de aire entre una y otra que permiten moldearlo, cambiarlo de forma y redireccionarlo hacia cauces infinitos. Es el vacío que permite ser llenado y así crear nuevas formas.
En este caso, como dirían algunos filósofos, el vacío –que no es lo mismo que la nada- es lo que compone y es parte intrínseca de cualquier constitución (identitaria, social, cultural, política, moral, religiosa, ideológica, etc.), el cual abre a la maleabilidad, transformación y cambio de todo lo que se pretende determinado. Un vacío que se presenta como la pregunta por la posibilidad de la diferencia, que atraviesa todo lo dado. Un vacío que sustenta la innumerable cantidad de caminos y opciones posibles. Un vacío que, en su ausencia, daría lugar a la “solidez” de una base que impediría lo diverso o el cambio.
De aquí que no temo decir que soy relativista. No como alguien que cuestiona por cuestionar, ni que descree en la posibilidad de construir opciones pasajeras. Nadie puede negar la realidad de tener puntos de vista, de poseer una historia, de comunicarse a través de un lenguaje que lo circunscribe en su forma de describir y construir la realidad, de estar atravesado por circunstancias puntuales y específicas que lo “nombran” de formas determinadas.
Pero es precisamente desde el reconocimiento de esta cantidad de factores que nos constituyen, que no podemos correr el riesgo de fosilizar nuestro andar. Relativizar no es carecer de creencias sino abrirnos a la posibilidad de su cambio. Relativizar es comprender que nuestra existencia es demasiado rica y compleja como para limitarla de forma cercenante o sólo desde nuestra percepción. Relativizar significa posarnos, caminar, construir, proponer, pero sabiendo que la vida y la historia son instancias pinceladas de tensiones y bifurcaciones que nos pueden llevar por doquier. Relativizar es dar lugar al otro/a en tanto voz que se encuentra en las mismas posibilidades de ser que la mía.
En esto último encontramos la relación entre relativismo y justicia, dos puntos que suelen mostrarse antagónicos. Se lucha por la justicia en la medida que se reconoce el mismo nivel de igualdad, de existencia, de expresión, de capacidad, de vida, del otro/a, de su contexto, de su lugar. La justicia no es un marco legal, ideológico o discursivo único, que se impone “por el bien de los demás”. Es, más bien, la apertura de un espacio de reconocimiento de la diferencia que permite, promueve y lucha por la existencia de los otros –de todos/as- en la plenitud de su presencia (social, legal, corporal, material, discursiva). Para que ello suceda, se requiere relativizar lo absoluto de mi lugar, como también del lugar del otro.
La seguridad sin goce produce un temor con aroma a muerte. Pero hay un “miedo sano” que provoca la persistente posibilidad de ser distinto –cuyo origen se encuentra en el temor de que no todo está bajo nuestro control-, que en lugar de encerrarnos y paralizarnos, nos puede impulsar a encontrar nuevos nombres a nuestros peregrinajes, según el momento, la necesidad, el deseo, la carencia, el movimiento.
Sobre el autor:
Nicolás Panotto es Director general del Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública (GEMRIP) Licenciado en Teología por el IU ISEDET, Buenos Aires. Doctorando en Ciencias Sociales y Maestrando en Antropología Social por FLACSO Argentina. Miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana.
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