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lunes, 11 de octubre de 2010

El Dios de los mil nombres... | Por Ignacio Simal

¡Socorro! ¡Por favor ayúdenme! La petición de auxilio rompía el silencio de la noche. Causaba inquietud a los que la escuchaban desde sus hogares. Pero a quién se dirigía el desesperante llamado, nadie lo sabía. No citaba el nombre, ni los apellidos del anónimo receptor del mensaje.

Bien podía haber pedido auxilio diciendo claramente a quién iba dirigido. Por ejemplo, ¡Pepe! ¡Socorro!, o tal vez – ya que existen muchos “Pepes” en el mundo- podría haber citado el nombre, apellido y número de DNI del que debía recibir el mensaje. La ausencia de destinatario permitió que los que escuchaban los desgarradores gritos siguieran tranquilamente en su casas –aunque algo incomodados por las voces del que pedía socorro-. El mensaje no iba dirigido a nadie. La víctima que estaba detrás de la petición de auxilio no había hecho bien sus deberes, y por ello su mensaje nunca llegaría a algún receptor. Nadie supo cómo acabó la historia… ¡Qué más da!

Yavé, Alá, Jesús, Nigai, Anu, Amaterasu OoKamisama, son algunos de los nombres con los que la humanidad ha clamado pidiendo ayuda a Dios. Pero Dios, sólo acude en nuestra ayuda si nos dirigimos a él por su nombre correcto, al menos eso nos contarán algunas teologías. El que esto escribe tiene nombre, Ignacio. Es mi nombre propio. Supongamos que alguien me dice mirándome a los ojos, “Tadeo, ¿me puedes echar una mano?”, y yo no me diera por aludido, aunque sé perfectamente que se está dirigiendo a mi pero con el nombre equivocado ¿Qué pensaríais?

El Dios cristiano es el Dios de los mil nombres. Ese Dios que siempre está ahí, a nuestro lado, no importa que confundamos su nombre. Es el Dios a quién los seres humanos adoran sin conocerle (Hch. 17:23). Es el Dios que siempre desea hacer el bien, quien nos manda la lluvia y las buenas cosechas, y quien nos da comida y alegría en abundancia (Hch. 14:17). Dios, en Jesús, se ha acercado a todos los seres humanos y nos anuncia que todos, de alguna forma, adoramos al mismo Dios, -unos sin saberlo, otros conociéndolo- y relativiza toda forma de religión o espacios donde se rinde culto a la deidad: “la hora viene, y la hora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn. 4:20-24). A fin de cuentas “la religión pura y sin mancha delante del Dios y Padre es esta: ayudar a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y no mancharse con la maldad de este mundo” (Stgo. 1:27). Esta comprensión mina todos los intentos humanos de colocar a Dios del lado de nuestra ideología, convirtiéndose en criterio para calificar la coherencia ética de la existencia humana, tanto en su vertiente religiosa como laica. Dios siempre es más de lo que pensamos o creemos.

La ¿surrealista? historia que he narrado al inicio de este escrito podía haber acabado de otro modo. No importa que no haya nombre en la petición de auxilio, no importa que el nombre a quien se dirige esté confundido… cientos de personas de buena voluntad acudieron en ayuda de la víctima. Así es Dios, el Dios que nos mostró Jesús de Nazaret. Él siempre acude en nuestra ayuda sin importarle cómo le nombremos o que no le demos el crédito del bien que nos hace.
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