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viernes, 24 de agosto de 2012

El paradigma de la autoridad | Por Abel García

La iglesia de Filipos era, en muchos aspectos, una iglesia ideal. Al leer el texto bíblico es fácil percibir el tono amoroso e íntimo de la carta, muy personal, sentida, mostrando un gran afecto y abriendo su corazón a sus hermanos en la fe. El único problema que trasluce la epístola son algunas distensiones (1:27; 2:1-4, 12, 14; 4:2), a pesar de su generosidad (Pablo normalmente para evitar que lo califiquen de interesado no recibía dinero y se ganaba la vida haciendo tiendas a la vez de ser un misionero) para con el apóstol y otras virtudes cristianas que Pablo no es mezquino en reconocer (1:5,9; 2:12; 4:10, 15).

Pablo no quiere polemizar, tampoco desea exhortar o corregir con severidad este problema de la comunidad filipense. Ante los malentendidos y divisiones, declara a la iglesia una obviedad: la clave para una correcta convivencia entre cristianos es la humildad, enfatizando la importancia de imitar el ejemplo de Cristo. Para acentuar esta idea, Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, nos revela una verdad que directamente nos llega al alma en 2:5-11 (Nueva Biblia Latinoamericana):


Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús:
Él, que era de condición divina[i],
no se aferró celoso a su igualdad con Dios[ii]
sino que se rebajó a sí mismo[iii] hasta ya no ser nada,
tomando la condición de esclavo,
y llegó a ser semejante a los hombres.
Habiéndose comportado como hombre,
se humilló, y se hizo obediente hasta la muerte
-y muerte en una cruz.
Por eso, Dios lo engrandeció
y le concedió El Nombre que está sobre todo otro nombre,
para que ante el nombre de Jesús todos se arrodillen en los cielos,
en la tierra y entre los muertos.
Y toda lengua proclame que Cristo Jesús es el Señor,
para la gloria de Dios Padre.”
La carga teológica de este pasaje es abrumadora y no es intención del presente escrito concentrarnos en ella. Es, en estricto, otro misterio. Berkhof se centraliza en el término morphe (forma, condición) y afirma que se refiere a la existencia de Cristo “basada en la igualdad con Dios. El hecho de que Cristo tomó la forma de siervo no envuelve que haya puesto a un lado la forma de Dios. No hubo cambio de la una por la otra. Aunque él preexistía en la forma de Dios, Cristo no contó con su carácter de ser igual a Dios como un honor que no pudiera dejar pasar sino que se despojó tomando la forma de siervo. Y bien, ¿Qué significa que haya tomado la forma de siervo? Un estado de sujeción en el cual uno está llamado a prestar obediencia. Y lo contrario a esto es un estado de soberanía en el que uno tiene derecho de mandar. El estado de igualdad con Dios no denota un modo de ser, sino un estado que Cristo cambió por otro estado[iv] de manera absolutamente voluntaria. Dentro de la comunidad divina, eterna y presente en una realidad de igualdad absoluta, uno de sus miembros, la segunda persona de la Trinidad, de manera autoimpuesta, realiza un despojo[v]. No era compulsorio, nadie forzó a Cristo a realizar ese acto que lo llevó finalmente a morir en la cruz, pero lo hizo teniendo en cuenta que implicaba algo sustancial: la obediencia a un igual, a un equivalente. No obedeció porque la primera persona de la Trinidad era más que él, una especie de Dios de mayor categoría, de poder más especial, de “padre” en el sentido humano de la Palabra. No, nada de eso. Fue la igualdad absoluta, la homogeneidad, la sincronía, pero sobre todo el amor entre la comunidad divina y, desde ellos, al objeto creado –el hombre- que lo hizo todo posible. Más aún, Cristo decido hacerse un siervo dentro de la humanidad ya que, por amor y sólo por amor se identificó con el más humilde, sufrido y despreciado de los especimenes de la raza humana. Este deseo es algo que jamás debemos olvidar, es el “criterio de una vida realmente evangélica[vi]. Varios pasajes reflejan esta autosujeción de Cristo. La oración que Jesucristo exclama en el huerto de Getsemaní (Mt. 26:36-46 y similares) es clara cuando Jesús afirma que “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú”, sometiendo su voluntad de manera completa. Llega a alegar, inclusive que “Voy y vengo a vosotros. Si me amarais, os abráis regocijado, porque he dicho que voy al Padre; porque el Padre es mayor que yo” (Jn. 14:28).

La base de la obediencia es, recalco, la igualdad, no la superioridad o la “categoría especial” de uno sobre el otro, basada en el amor y la identificación profunda con la humanidad beneficiaria del proceso redentor de Dios.

Esta visión trinitaria de la autoridad sostenida en la igualdad se confirma con el sacerdocio de todos los creyentes, enseñanza que debe ser constantemente repetida para no olvidarla jamás. Sabemos que el sacrificio de Jesucristo en la cruz hizo caduco el pacto mosaico estableciendo uno nuevo (Hebreos 9:15-22) con mejores promesas (Heb. 8:6) cuando se ofreció a sí mismo (Heb. 7:27) como la perfecta víctima una vez por todas (Heb. 7:27), como nuestro substituto (Heb. 7:27) y rescate (Heb. 9:15). Por su muerte Él llevó nuestros pecados (Heb. 9:28), nos hizo perfectos (Heb. 10:14), obtuvo para nosotros eterna redención (Heb. 9:12), abrió un camino nuevo y vivo en y a través de Él al trono de gracia del Padre, y se sentó a la diestra de Dios (Heb. 10:12) e invita ahora a los creyentes con limpia conciencia (Heb. 9:14) a entrar al Lugar Santísimo por la sangre de Jesús (Heb. 10:19) para ofrecer continuamente sacrificios espirituales (Heb. 13:15, 16) como sacerdotes en Cristo[vii].

Todos los creyentes en Jesucristo, sin excepción, somos llamados a brindar nuestra vida completa en adoración listos para “ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo (1 Pe. 2:5)”. Todo el pueblo de Dios es, sin ninguna clase de distinciones, sacerdotal y, por ende, categóricamente debo afirmar que no existe un clero que funja de casta especial dedicada al culto a Dios: ni cura, ni pastor, ni derviche, ni chamán, ni curandero, ni nada, ya que basados en el modelo que nos da el orden trino, somos todos iguales. Leonardo Boff aplicado a la iglesia católica también habla del mismo tema –ajustable sin demasiadas adaptaciones a la realidad evangélica latinoamericana-: “lo que es error en la doctrina sobre la Trinidad no puede ser verdad en la doctrina sobre la Iglesia. Se enseña que en la Trinidad no puede haber jerarquía. Todo subordinacionismo es aquí herético. Se enseña que las personas divinas son de igual dignidad, de igual bondad, de igual poder. La naturaleza íntima de la Trinidad no es la soledad, sino la comunión. La pericoresis (mutua relación) de la vida y del amor une a los Tres divinos con tal radicalidad que no tenemos tres dioses, sino un solo Dios-comunión. Sin embargo, de la Iglesia se dice que es esencialmente jerárquica y que la división entre clérigos y laicos es de institución divina. Un torniquete que se estrecha.

No estamos contra la jerarquía. Si ha de existir la jerarquía, ya que esto puede ser un legítimo imperativo cultural, será siempre, en un buen raciocinio teológico, jerarquía de servicios y funciones. Si no resulta así, ¿cómo se puede verdaderamente afirmar que la Iglesia es icono-imagen de la Trinidad? ¿Dónde va a parar el sueño de Jesús de una comunidad de hermanos y de hermanas si existen tantos que se presentan como padres y maestros cuando Él ha dicho explícitamente que tenemos un solo padre y un solo maestro (Cfr. Mt., 23, R9). La forma actual de organizar la Iglesia (no ha sido siempre así en la historia de la Iglesia) crea y reproduce demasiadas desigualdades en vez de actualizar y hacer posible la utopía fraterna e igualitaria de Jesús y de los apóstoles
[viii].

La iglesia evangélica cree en el sacerdocio de todos los creyentes a nivel de confesión de fe pero lamentablemente en la práctica esto ha estado lejos de vivirla, salvo pocas excepciones. Lutero, el padre de esta enseñanza, decía que “todos somos consagrados sacerdotes a través del bautismo... Un sacerdote en el Cristianismo no es más que un funcionario... Si todos somos sacerdotes... y todos tenemos una fe, un evangelio, un sacramento, ¿por qué también no tenemos el poder de probar y juzgar lo que es correcto o errado en asuntos de la fe?[ix]”. Hasta aquí todo muy bien, pero el problema fue que nunca abandonó el modelo clerical católico, sino que más bien tomó tal cual, le quitó el celibato y el papel intercesor, y lo adaptó a las nuevas iglesias reformadas que se estaban instituyendo. Mantuvo la división entre el laico y el clero, tan lejana de aquel “sacerdocio universal de los creyentes que es pura expresión del sacerdocio del laico Jesús, como nos recuerda el autor de la carta a los hebreos (7, 14; 8,4)[x]”. De allí viene la expresión moderna del pastorado, que toma valor no por el principio de la igualdad, sino que resalta la superioridad de unos cristianos sobre los otros por el “llamado” hecho por Dios a tiempo completo e institucionalizado por los diplomas de los seminarios, abarcando funciones que miembros del cuerpo podrían hacer, atrofiando a la iglesia, acaparando tareas, ahogando los dones.

Por ello, es necesario a mi entender borrar la línea laico-pastor. Cada creyente ha recibido dones del Espíritu Santo para ejercer algún ministerio orientado al trabajo en la misión de Dios en el mundo y en la consolidación del reino de Dios en la tierra, por ello es fundamental que los descubra y desarrolle. Sin dones, la funcionalidad del cuerpo se atascará. Anulada la línea y disuelta la tensión[xi], la sumisión de la que habla la Biblia con respecto a los ancianos y pastores podrá darse de una manera más viva, más centrada en la realidad del ejemplo de la Comunidad Divina, ya que estará basada no en el hecho de la superioridad del pastor-profeta-apóstol-maestro, sino en la paridad entre los creyentes, el amor profundo, y el servicio abnegado, ese que es capaz de lavar los pies, ser el postrero y servir sin condiciones, ese que se despoja al igual que el Maestro sin importar nada, solamente el trabajo entregado para el reino de Dios.

Como Boff, digo que no estoy en contra de la jerarquía (la enseñanza paulina es bastante clara con los pastores y diáconos). Pero el verticalismo amante del organigrama que existe hoy en día en las iglesias no funcionará en comunidades que persigan el modelo trinitario y la enseñanza del sacerdocio de todos los creyentes. No funcionará jamás en comunidades que enfaticen “la creación y desarrollo de una comunidad que vive inmersa en su contexto, que adecua sus métodos de evangelización a la cultura sin perder de vista su misión y su fidelidad al Evangelio”. Por eso abrogo por una iglesia sin laicos y clérigos, sino por una iglesia simplemente compuesta de cristianos que viven su fe comunal y relacionalmente.

Notas:

[i] “Forma de Dios” en la RV60.
[ii] La Biblia de Jerusalén dice: “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios”. Sugiere también la posible traducción: “… no consideró como presa el ser igual a Dios”.
[iii] Literalmente “se vació a sí mismo”. 
[iv] Berkhof, Luis. Ibid. Pag. 390. Resaltado mío. 
[v] La teológicamente llamada kenosis
[vi] Comentarios sobre el pasaje de La Nueva Biblia Latinoamericana.
[vii] La secuencia de los versículos se extrae de aquí
[viii] Boff, Leonardo. Citado aquí
[ix] Citado aquí
[x] Boff, Leonardo. Ibid.
[xi] La tensión entre el laicado y el clero, que se ha dado en todas las épocas de la historia.



Sobre el autor:
Abel García García, es peruano. Estudió Ingeniería Económica en la UNI y Misiología en el Centro Evangélico de Misiología Andino-Amazónica.
Es editor de la Revista Integralidad del CEMAA.
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Sitio Web de Abel: Teonomía

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