El evangelio de Lucas sitúa el inicio del Adviento en un espacio inesperado: la vida de Elizabeth, una mujer mayor y estéril (Lc 1,5–7), marcada por el silencio y por el estigma que la cultura mediterránea asignaba a quienes no podían concebir. En esa sociedad, la esterilidad implicaba exclusión y sospecha moral, una forma de decirle a una mujer que su valor dependía de su capacidad de cumplir expectativas sociales (Lagarde, 2011). Sin embargo, ahí mismo, donde todo parecía clausurado, comienza a abrirse paso la vida.

Los cautiverios de las mujeres
Los cautiverios de las mujeres, de Marcela Lagarde, examina cómo distintas formas de vida femenina —madresposas, monjas, presas, trabajadoras sexuales o mujeres consideradas “locas”— han sido moldeadas por estructuras patriarcales que limitan su autonomía. Con mirada antropológica y crítica, Lagarde revela cómo estos cautiverios se presentan como destinos naturales o inevitables. Su obra se convirtió en un referente para comprender las raíces culturales de la subordinación de las mujeres en América Latina.
Cuando Elizabeth “queda llena del Espíritu Santo” (Lc 1,41), Lucas la coloca en continuidad con la memoria de mujeres profetisas que, desde lugares no centrales, sostuvieron la tradición espiritual de Israel: Miriam tras el éxodo, Débora como jueza, Hulda en tiempos de reforma y Ana en el templo (Lc 2,36–38). Como señala Schüssler Fiorenza (1983), estas voces no eran marginales por falta de relevancia, sino porque el sistema las relegaba.
El encuentro entre Elizabeth y María (Lc 1,39–45) revela un momento decisivo. Dos mujeres de historias distintas se reconocen, se escuchan y se confirman mutuamente. Elizabeth es la primera en discernir lo que está ocurriendo en el cuerpo de María y proclama: “la madre de mi Señor” (Lc 1,43). Antes que cualquier autoridad religiosa, ella percibe la presencia de Dios en lo pequeño y en lo cotidiano. La revelación no surge del templo, sino de un abrazo.
Una dimensión frecuentemente ignorada es la casa de Elizabeth como primer espacio de discernimiento comunitario del evangelio. No un santuario oficial, sino un hogar. Allí ocurre lo que Cusicanqui (2010) describe como una memoria subterránea: lugares donde lo espiritual y lo cotidiano se entretejen y donde la vida se interpreta desde abajo, mediante gestos simples como la hospitalidad, la escucha y el acompañamiento. Lucas coloca en ese ámbito doméstico —tradicionalmente considerado “menor”— la primera irrupción del Adviento.
Adviento desde ellas – Por Brenda García
El relato no solo presenta a Elizabeth como voz profética, sino también como cuerpo que interpreta. Su experiencia corporal —la edad, la esterilidad, la transformación de su vientre— se convierte en una forma de conocimiento espiritual. Su cuerpo no es una anécdota ni un obstáculo: es el lugar desde el cual lee la vida y discierne la acción de Dios.
Desde el movimiento del niño en su seno hasta la palabra que brota de su boca, Elizabeth vive una revelación encarnada. Lo que reconoce en María no viene de un sistema doctrinal, sino de una sensibilidad corporal afinada por años de espera, cansancio, silencio y resistencia. En un mundo donde los cuerpos de las mujeres estaban vigilados y normados, Elizabeth aparece como una mujer que interpreta desde su carne, desde su vulnerabilidad y desde la memoria inscrita en su piel. En su experiencia, el cuerpo se convierte en territorio teológico.
Otro rasgo central del relato es la voz de Elizabeth. Tras años marcados por la vergüenza social, su palabra se vuelve clara y luminosa. Su bendición no es solo afecto: es un acto de interpretación espiritual. Ella nombra lo que está aconteciendo, reconoce la acción divina y afirma la dignidad de María. En una cultura donde la autoridad interpretativa era casi exclusivamente masculina, su palabra constituye un acto teológico, una apertura del horizonte.
Elizabeth encarna a quienes han sido silenciadas o relegadas a los márgenes, pero cuya vida guarda una sabiduría capaz de transformar la historia. Su testimonio invita a leer el Adviento desde ahí: desde la luz que aparece en vidas que han esperado demasiado, desde la fuerza silenciosa de quienes sostienen, acompañan y reconocen lo sagrado en lo cotidiano.
El Adviento, en su narrativa, no comienza con grandes discursos, sino con la capacidad de una mujer de percibir la presencia de Dios en medio de su propia fragilidad. Esa mirada, humilde y profunda, sigue abriendo caminos para ver la esperanza donde antes solo había clausura.
Referencias
Cusicanqui, S. R. (2010). Sociología de la imagen. Tinta Limón.
Lagarde, M. (2011). Los cautiverios de las mujeres. UNAM.
Schüssler Fiorenza, E. (1983). In Memory of Her. Crossroad.

