El breve texto a continuación proviene, en gran parte, de mis cavilaciones después de mí ya larga carrera como pastor (inicié en 1980) y teólogo evangélico, de identidad bautista, convicciones interconfesionales y experiencia de cooperación interreligiosa a favor de la paz y el bienestar integral de la niñez. En medio de muchos amigos y amigas que he hecho en el camino (son cientos), también he encontrado algunos contrincantes que me tildan de catolizante (como si promover relaciones fraternas y respetuosas con el catolicismo fuera un desacierto), de teólogo liberacionista (sin saber a ciencia cierta a qué se refieren con el calificativo) y de izquierdista (como si pensar en el bienestar social me adscribiera a una sola corriente política). Considerando el nuevo contexto de polarizaciones, tan extremas como lamentables, es que escribo estas palabras.
Fragilidad humana y diferencias teológicas e ideológicas
Las diferencias teológicas y doctrinales que con tanta frecuencia fragmentan a las iglesias, en particular las evangélicas en América Latina y el Caribe, rara vez se explican solo en términos de ideas, doctrinas o tradiciones. Muy a menudo tienen un trasfondo humano, demasiado humano, que no se reconoce con facilidad: un componente psicológico que atraviesa la manera en que creemos, discutimos y defendemos nuestras convicciones.
Por ejemplo, detrás de un apologeta enardecido, siempre dispuesto a defender la verdad (tal como él o su grupo la entienden) contra todo cuestionamiento, puede esconderse una inseguridad personal; el miedo a perder las certezas que lo sostienen o el temor a que su mundo se derrumbe si los fundamentos que le dieron identidad son puestos en duda. La severidad de su tono y la contundencia de sus argumentos son, a veces, un escudo frente a su propia fragilidad más que una demostración de radicalidad cristiana, como suele presentarse.
Tras un fundamentalista apasionado suele hallarse, una necesidad psicológica de control (recuérdese aquí los vergonzosos episodios de la quema de herejes en siglos anteriores). La rigidez dogmática no siempre nace de la fidelidad a la revelación, sino del deseo de domesticar un mundo percibido como caótico. En ese marco, las Escrituras se convierte menos en fuente de gracia que en manual de disciplina; menos en buena noticia que en instrumento de defensa contra la ambigüedad y la incertidumbre. La pasión con que algunos arremeten contra quienes piensan distinto no siempre responde a un celo santo, sino a batallas interiores no resueltas.
Este ángulo psicológico no invalida las convicciones de nadie. Más bien nos recuerda que la teología nunca surge en un vacío aséptico. Nace de personas concretas, con historias, heridas, ansiedades y sueños. Los credos y las doctrinas no se escriben solo con tinta; también se redactan con emociones, con miedos y con pasiones. Reconocerlo no debilita la teología; al contrario, la humaniza y la vuelve más cercana al Dios encarnado en la historia.
De la psicopolítica a la psicoteología
Inspirado en este enfoque, propongo el término psicoteología. Con ello me refiero a la mirada que reconoce la influencia de la psicología en la formulación y defensa de las convicciones teológicas. Así como el filósofo surcoreano Byung-Chul Han acuñó el término psicopolítica (en su libro titulado Psicopolítica, 2014 en español) para describir cómo el poder contemporáneo ya no se impone desde afuera, sino que se internaliza seduciendo y motivando desde dentro, la psicoteología busca mostrar cómo la fe también está atravesada por motivaciones y necesidades psicológicas.
B.C. Han explica que, en el capitalismo actual, ya no es necesario coaccionar: basta con motivar. El poder no reprime, sino que seduce; no manda, sino que invita; no prohíbe, sino que impulsa. De ese modo, las personas terminan autoexplotándose en nombre de la libertad. Algo parecido ocurre en el ámbito religioso: lo que creemos defender como fidelidad doctrinal puede ser, en realidad, una estrategia para protegernos de nuestros propios miedos o para reforzar nuestra identidad en un mundo que cambia demasiado rápido.
Ecos de la psicología de la religión
Esta intuición encuentra resonancias en la historia. A comienzos del siglo XX, William James, en su clásico libro Las variedades de la experiencia religiosa (1902), mostró que la vivencia de la fe estaba profundamente condicionada por el temperamento y la personalidad. No se podía hablar de religión sin hablar de experiencia psicológica.
Más adelante, Gordon W. Allport (1897-1967), pionero en la psicología de la religión, señaló cómo las creencias podían alimentar apertura y madurez, o bien reforzar prejuicios y discriminaciones (La naturaleza del prejuicio, 1954). La misma religión que inspira amor puede, cuando está al servicio de necesidades emocionales insanas, convertirse en fuente de rigidez y exclusión.
Lo que aquí llamo psicoteología se ubica en esa línea. No pretende reducir la fe a mecanismos inconscientes, sino ayudarnos a discernir hasta qué punto nuestras posiciones doctrinales surgen de la búsqueda honesta de la verdad o de necesidades emocionales y psicológicas que nos condicionan.
Implicaciones pastorales
Reconocer el trasfondo psicológico de la teología tiene consecuencias prácticas. La primera es la compasión. Si detrás de la rigidez doctrinal de alguien hay una historia de miedos, quizás debamos escuchar con más paciencia (una de las bases de la convivencia humana). La psicoteología nos recuerda que, cuando discutimos ideas, en realidad dialogamos con personas y, por eso, con cosmovisiones, contradicciones, miedos, anhelos y, en general, con mundos interiores complejos.
La segunda consecuencia es la autocrítica. No basta con preguntar si mi posición doctrinal es correcta (o mi posición política e ideológica), sino que también debo preguntarme por las motivaciones que me llevan a defenderla. Esta pregunta, incómoda pero necesaria, abre el camino hacia una fe más auténtica, humana y humanizadora.
La tercera es la apertura interdisciplinar. Teología, psicología se complementan. La teología recuerda a la psicología que la vida humana está abierta a lo trascendente; la psicología recuerda a la teología que esa apertura se da en cuerpos, emociones y memorias concretas. En esa tensión, la iglesia puede encontrar claves para acompañar mejor a sus comunidades, especialmente en tiempos de intolerancia, como estos que por desdicha nos ha tocado vivir.
Fe con mente y corazón
La psicoteología, más allá del juego de palabras, es un esfuerzo por recordar que, así como la política no puede comprenderse hoy sin las ciencias del comportamiento humano —como advirtió Byung-Chul Han refiriéndose a la política—, tampoco la fe puede explicarse sin reconocer sus raíces emocionales y psicológicas. Y que, tras algunos de los acalorados debates de hoy, por ideologías, teologías o creencias religiosas (algunos por medio de las redes sociales), se esconden miedos, historias y sospechas, así como rasgos de personalidad que describen las diversas formas de ser y sentir, a la vez que de interpretar la realidad.
Aceptar esta mirada nos permitiría vivir nuestras diferencias doctrinales con mayor conciencia de lo que somos: creyentes que, además de mente y espíritu, somos también corazón y fragilidad. Y quizá, en esa conciencia, redescubramos que la fe cristiana no consiste en levantar muros para protegernos, sino en abrir puertas para anunciar la buena noticia, con todos los desafíos que tal apertura nos representa. Porque el mundo de hoy, más allá de encontrar uniformidades doctrinales o políticas, nos reclama la búsqueda de caminos evangélicos para la convivencia humana. En otras palabras, no es la unidad de la iglesia lo que está bajo amenaza, sino, más allá de ella, la convivencia humana pacífica y respetuosa en medio de las diferencias.
No sobra recordar este consejo paulino: “…hablaremos la verdad con amor y así creceremos en todo sentido hasta parecernos más y más a Cristo…” (Efesios 4:15 NTV).