Vi el documental como evangélico.
No como sociólogo. Ni como activista.
Lo vi como alguien que lleva esta fe desde niño —
en la calle de tierra, en el culto sencillo, en la oración de mi madre.
Y el filme me hirió.
Pero no por ir en contra de Dios.
Es que deja al descubierto lo que hicieron con Su nombre.
Cuando la fe se vuelve escudo de tiranos
Muestra una fe manipulada.
Convertida en arma política.
Usada para blindar corruptos, promover tiranos y justificar lo injustificable.
Lo que debía ser consuelo… se volvió instrumento de opresión.
La cruz, símbolo de guerra cultural.
La Biblia, escudo de violencia y silencio cómplice.
Es duro decirlo, pero es necesario:
mezclar el Evangelio con un proyecto autoritario es idolatría con barniz de santidad.
El filme acierta. Pero también guarda silencio.
No idealizo el documental.
Tiene sus aciertos. Pero también vacíos.
Faltan los pastores que cuidan en silencio.
Las iglesias que entierran con dignidad.
El pueblo que sirve, incluso sin reflectores.
Falta mostrar que, en muchos rincones del país,
si no fuera por la iglesia, el Estado ni sabría que esa gente existe.
Y ese es el riesgo: presentar a los evangélicos como un bloque único.
Una masa homogénea.
Organizada en torno a voces que gritan fuerte…
pero que no representan la totalidad de la fe vivida en las periferias, en los callejones, en los hospitales, en las calles.
Quien desprecia la fe popular… no ha entendido Brasil
La iglesia brasileña es más compleja, más diversa
y más silenciosamente presente de lo que parece.
Tal vez el documental ignore esto
porque buena parte del campo progresista decidió despreciar esa fe.
Se burló del lenguaje.
Ignoró la estética.
Trató al conservadurismo en las costumbres como sinónimo de atraso.
Impuso una agenda identitaria sin escuchar.
Trataron al evangélico como masa manipulada.
Olvidaron que allí hay personas.
Hay historia.
Hay milagros reales que no caben en una hoja de cálculo.
Cuando la fe se mezcla con el poder
Lo que vemos hoy es una fe usada como herramienta de influencia política, cultural y electoral.
Y eso ya sería grave por sí solo.
Pero lo peor es que muchas veces se usa sin resistencia.
Como si fuera algo natural.
Fe y poder no siempre caminan de la mano con la justicia.
Y es ahí donde debe sonar la alarma.
El Evangelio sigue siendo buena noticia
Apocalipsis en los Trópicos no es perfecto.
Pero es necesario.
Porque apocalipsis, al final, significa eso: revelación.
Y la pregunta que queda es:
¿Seguiremos huyendo del espejo…
o tendremos el coraje de mirarnos y reconstruir?
El Evangelio no necesita un trono
No quiero un Evangelio que blinde.
Quiero un Evangelio que se gaste por la gente.
No quiero púlpitos que elijan autoridades.
Quiero púlpitos que laven los pies.
No quiero una fe de hashtag.
Quiero una fe que visite al huérfano, ore con el enfermo, sostenga la vida desde la base.
Sin trueques. Sin vitrinas. Sin canjes.
Sigo creyendo. Pero no por conveniencia.
Sigo creyendo.
Pero no por autoprotección con versículos fuera de contexto.
Creo porque, si no creyera,
sería solo uno más en el juego.
Y no entré en la política para repetir la lógica del trono.
Sigo con Jesús. No el domesticado. El crucificado.
La fe ciudadana: entre la cruz y la reconstrucción
Creo en la fe que sirve.
En la fe que escucha.
En la fe que clama por arrepentimiento.
En la fe que acoge.
En la fe que tiene menos manos con piedras… y más manos extendidas para abrazar.
La fe ciudadana se expresa en quienes ocupan cargos públicos, sí —
pero también en quienes sirven en una ONG, en un operativo comunitario, en una movilización barrial.
Es cuando el Evangelio cruza la plaza, entra en la escuela, incide en la política —
no para imponerse, sino para promover justicia.
Y si todo lo que queda es la cruz…
Entonces que me encuentre del lado de quien cuida.
De quien perdona.
De quien insiste en el bien.
De quien sirve sin reflectores.
De quien ama hasta el final.
Porque el Evangelio sigue siendo buena noticia en el mundo.
Incluso después del Apocalipsis en los Trópicos.
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