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martes, 13 de febrero de 2024

¡Vivir como si Dios no existiera! | Por Alexander Cabezas

La expresión se le atribuye al teólogo y pastor, Dietrich Bonhoeffer. Sin embargo, la autoría le corresponde al jurista, escritor, poeta y teólogo holandés Hugo Grocio, quien la pronunciaría tres siglos atrás. Bonhoeffer la retoma y la contextualiza desde la realidad de su cautiverio: un prisionero en la celda número 92, de 2 por 3 metros cuadrados, en la cárcel de Tegel, en Berlín, Alemania.

“Vivir como si Dios no existiera…” La frase a simple vista podría sonar como una provocación paradójica, una especulación que apela a la vacuidad teológica. O, podría interpretarse como el último grito de un teísta o creyente que ha consumido su presupuesto de fe y se ha rendido ante el abandono, la decepción, la desilusión y se transforma en un ateísta reconociendo que Dios es un concepto, una invención de la humanidad, algo inútil de sustentar.

Por ello, la expresión y su contenido, requieren del análisis para encontrar su relevancia para nosotros, los del presente siglo.

Para Bonhoeffer, de 39 años en ese entonces, era un llamado a considerar al ser humano en su relación con Dios y la cristología.

Su legado o testamento teológico, expresado en tan solo cincuenta páginas de cartas que sacó de contrabando de la prisión –posteriormente se publicaría como Resistencia y sumisión–, tiene que ver con esa acción divina y misteriosa que en demasiadas ocasiones es para nosotros ininteligible.
Es esa analogía de un Dios que se esconde, calla y decide, a sabiendas de nuestras necesidades, permanecer en silencio. Es el Dios que se manifiesta en su no manifestación y deja sin solución lo insoluble. En síntesis, ¡dejar a Dios ser Dios!

Esta deconstrucción teológica no procede de un pensador que cavila en la comodidad de su escritorio y en un ambiente de relativa paz. Es el convencimiento de un seguidor de Jesús quien arremete desde su experiencia límite y como prisionero sentenciado a muerte.

Feldmann (2007), uno de sus biógrafos, en su libro Tendríamos que haber gritado, comparte que la teología de Bonhoeffer se yergue desde las tinieblas y crece en la noche. Es el “diálogo obstinado y lleno de confianza con un Dios que se oculta mientras, en apariencia, el único en escuchar es el Diablo y la muerte se agazapa en la puerta de la celda” (pág. 233).

Quizás por ello, Bonhoeffer apelaba a la radicalidad: “El silencio de Dios se ha convertido en una experiencia embarazosa para la mayoría de cristianos. Tener fe parece una cosa arriesgada y difícil, y aún imposible”. Más adelante diría: “No puede haber fe sin riesgo”.

Nosotros, ¿por qué no toleramos ese tal llamado silencio de Dios? ¿Por qué no puede coexistir la fe sin el riesgo?

Lo que parece una respuesta simple es a la vez compleja. Bregamos con paradigmas que se han encargado de ofrecernos a un Dios amorfo, muy distante al que la Biblia nos modela.

Nos hemos encargado de fabricarnos un dios a nuestra imagen y semejanza que se sujeta a nuestras exigencias y pretensiones. Nada más cercano a ese dios tapaagujeros –otra metáfora utilizada por Bonhoeffer–, que se rinde ante nuestros altares consumistas y por ello ensalzamos a ese salvador más como un mago que como un Dios. Por supuesto, siempre sobrarán en las filas compradores de ese producto que llaman “dios”.

Nos equivocamos al creer que tenemos la franquicia o el monopolio de Dios y pensar que él va a bendecir todas nuestras incursiones. ¿Creerán los israelíes que Dios pelea a favor de ellos en los actuales atentados contra una pequeña franja de tierra llamada Gaza? O, ¿Estarán pensando los más extremistas de Hamás (Movimiento Islámico de Resistencia), que en nombre de su Dios, tienen la bendición para acechar o consumir a sus contrincantes?

Lo cierto es que la fe en Dios y con Dios es una relación que no podemos manipular a nuestro antojo o conveniencia. “Se abusa cuando hablamos de Dios como si lo tuviéramos en todo momento a nuestra disposición y nos hubiéramos sentado en su consejo” (Feldmann, 245).

Por otro lado, nos conformamos más con el Dios que rechaza el dolor, la soledad y el sufrimiento, cuando ciertamente lo asume, lo carga y lo padece en el abandono de su cruz. Lo paradójico es que a partir de su marginación encontramos nuestra reconciliación y liberación.

En esta misma línea, seis años antes de ser acusado por el régimen nazi, Bonhoeffer escribió unas cuantas líneas estando en Nueva York: “Por haberse hecho Dios un hombre pobre, miserable, desconocido y fracasado, y no haber querido desde entonces que se le encuentre sino en esa pobreza, en la cruz, por eso precisamente no podemos desentendernos del hombre y del mundo, por eso precisamente amamos a nuestros hermanos” (Feldmann, pág. 235).

Nos asustan esas pausas silenciosas divinas porque demandamos justas respuestas, pero si no llegan, siempre encontraremos a quien responsabilizar por nuestra falta de fe y, eximimos a Dios quien quizás se abstuvo de actuar. Y así, limitamos nuestra concepción de Dios y, perdemos la oportunidad de vivir con sus consecuencias, situando la fe como un estilo de vida y no solo como especulación religiosa.

La fe es un riesgo porque ella no nos garantiza, como se ha dicho, nuestra seguridad y mucho menos la solución a todos los planteamientos humanos. Debemos recordar que el seguimiento de Jesús se ejercita en la realidad de la vida disfrutando de los beneficios del mundo, así como de las tribulaciones que éste ofrece.

El profeta Habacuc fue testigo de vivir como si Dios no existiera. Ante el panorama desolador y marchito de lo profundo exclamó: “Con todo, yo me alegraré Yahveh, y me gozaré en el Dios de mi salvación.” (Habacuc 3:17). Sadrac, Mesac y Abednego también reconocieron lo que era una vida con y sin Dios (Daniel 3:18 c). Sin embargo, Dios tenía un plan trazado y por eso los rescató. En caso contrario estos jóvenes estarían engrosando la lista de los mártires que menciona la Biblia.

Y, ¿qué decir de Bonhoeffer, quien durante casi dos años de prisión hasta su muerte, convivió con Dios y sin Dios hasta el último aliento de vida?

Eberhard Bethge, amigo del mártir, retrata en su biografía las palabras del último testigo de la sentencia ejecutada. Éste fue un médico del campamento, cuya opinión, por cierto, no estaba parcializada. Para él Bonhoeffer era una víctima anónima que enfrentaba la horca. Diez años después escribiría: “…en mis casi cincuenta años de actividad profesional como médico no he visto a nadie morir con una entrega tan total a Dios” (Bethge 1970, 1246).

La muerte de Dietrich Bonhoeffer, es la evidencia de un hombre que se abandona no a un destino incierto, sino a las manos de Dios y a su soberanía, con gracia, entrega, amor y convicción.


Estemos de acuerdo o no con la teología bonhoefferiana, su reflexión infunde respeto, pues es el pensamiento de un hombre que esculpió su fe tanto en las mejores alboradas de sus días, como en las más profundas noches de su vida. “Este es el fin; para mí el principio de la vida…” Fueron las últimas palabras de este mártir.

Referencias:

Bethge, Eberhard. (1970). Dietrich Bonhoeffer. Teólogo-Cristiano-Actual. (T. Ambrosio Berasian). Bilbao, España: Editorial Desclée de Brouwer, S.A.

Feldmann, Christian. (2007). Tendríamos que Haber Gritado. La vida de Dietrich Bonhoeffer. (T.Rafael Fernández de Maruri). Bilbao, España: Editorial Desclée de Brouwer, S.A.

Sobre el autor:

Alexander Cabezas Mora es costarricense, master en Liderazgo Cristiano y en Teología. Se ha desempeñado como conferencista, pastor adjunto, profesor de varios seminarios teológicos y consultor en materia de niñez y adolescencia para varias organizaciones internacionales. A participado como escritor y coescritor en varios libros entre ellos, Huellas, Spiro, Entre los Límites y los Derechos, Disciplina de la Niñez, En sus manos y nuestras manos, la co-participación de la niñez y la adolescencia en la misión de Dios y Oración con los ojos abiertos.

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