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domingo, 1 de abril de 2018

La silenciosa tumba no estaba vacía

Por Nicolás Panotto, Argentina y Chile
Jardín de la tumba de Jesús (Imagen: Free Images)
Jesús pudo haber resucitado inmediatamente, en medio de un espectáculo de ángeles y coros celestiales. Pero no fue así. No sólo uno sino tres días pasó cerrada aquella tumba. Y en ese momento, nadie –¡absolutamente nadie!- sabía lo que acontecería después. Solo existieron esbozos metafóricos (Jn 2.19), pero ninguno de sus seguidores interpretó que se trataría de lo que habría de ocurrir en esos días.

El supuesto mesías salvador había muerto. Y punto. Todo se había acabado allí, al menos como se esperaba. Las esperanzas fueron sucumbidas por el temor. Mejor era esconderse (Jn 20.19) Al retomar la historia hoy, es imposible ponernos en los mismos zapatos que los seguidores de Jesús. El devenir de este relato ya conocido y tan teatralizado por la tradición, calma nuestra alma al saber lo que vendrá. Pero no fue así para quienes acompañaron y creyeron en Jesús aquel entonces. La oscuridad acaecida no se disipó inmediatamente para ellos y ellas (Lc 23.45)

¿En qué quedaba todo lo vivido junto al Hijo de Dios? ¿Y sus palabras? ¿Sus promesas? ¿Los hechos portentosos que acompañaron su ministerio? ¿Y los desafíos tan punzantes a los líderes políticos y religiosos, hasta al mismo diablo? ¿Y lo que vendría? ¿Y la tan esperada liberación del pueblo? ¿Y las profecías?

Para los seguidores de Jesús, la tumba no estaba vacía. Tampoco esperaban ninguna aparición, ni resurrección, ni cambio. La muerte era el fin de todo, así como nosotros –simples mortales- percibimos el final de la existencia. Para ellos y ellas sólo significó la muerte de su maestro. Mientras Jesús atravesaba la oscuridad (Ef 4.9), ellos y ellas padecían su propio infierno.

Al intentar encarnarnos al menos tímidamente en esa experiencia conociendo lo que devendría, no podemos más que pensar en que la historia, al final, siempre está en manos de Dios. No hay explicaciones, ni predicciones, ni siquiera esperanzas tan poderosas que nos puedan llevar a controlar el curso del devenir, y menos aún la forma de reaccionar frente a él. Es siempre el Misterio el que -aunque simbólicamente manifiesto en formas, metáforas, historias o vagos cuentos- tiene la palabra final. Logos que requiere siempre de un intervalo, a veces demasiado prolongado.

El poder de la resurrección es incomprensible sin el silencio de esos tres días. Ni los mayores estruendos y proezas durante las osadías del peregrinaje de los discípulos con Jesús lograron sacar la desesperanza y lo difícil de reconocerse desamparados y “arrojados”, solitarios, en el tiempo. Ni siquiera la promesa de aquel Espíritu que supuestamente les acompañaría hasta lo último de la tierra les ayudó a enfrentar con sorpresa el momento (Jn 16-13). Con Jesús al lado, todo parecía claro. Pero la realidad es que nadie había comprendido absolutamente nada.

Es fácil tener fe, hacer teología o decirse seguidor de Jesús desde este lado de la historia, donde nos encontramos apabullados de elucubraciones y donde conocemos cómo sigue el relato. ¿Pero cómo creer, hablar y afirmarse en el silencio? ¿Cómo seguir en pie, no sólo desde la incertidumbre sino –lo que es aún peor- desde el mismo derrumbe de todo lo que daba sentido a nuestra existencia y a la vida de futuras generaciones?

Las pascuas son vividas como el símbolo de un peregrinaje de vida. Pero éste no es el paso de una muerte cruel al festejo de una nueva vida que emerge heroica, sino también el atravesar por esa interrupción cruel entre la oscuridad y la gloria absolutas, como es el silencio apabullante que trae consigo el desasosiego, la carencia de la palabra y el vacío de todo sentido.

Es allí donde podemos ubicar lo más profundo que imprime la vida del cuerpo, en su indescriptible fragilidad y en el misterio que la moviliza. No hay control, ni explicaciones, ni dominio, ni sentido. Todo está en manos de lo divino, pero no como poder omnímodo sino como irrupción incandescente e inesperada de vida al encontrarse en su más absurdo vacío.

Allí el valor de la cruz: ser el sello de la consumación que lleva la existencia a su súmmum, arrastrándola a lo más bajo que puede llegar, a la densidad misma del sinsentido, para encontrarnos allí, siendo nada más ni nada menos que una paradoja, un paso, un tránsito, un silencio, que puede parecer eterno en el tormento de carecer del poderío y el control, pero donde finalmente –sea de la forma que fuere- la irrupción nos despierta, toca nuestras entrañas, transforma el pánico y trae susurros de paz frente al tormento de las multitudes que gritan vacilantes.

Sobre el autor:
Nicolás Panotto es Director general del Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública (GEMRIP) Licenciado en Teología por el IU ISEDET, Buenos Aires. Doctorando en Ciencias Sociales y Maestrando en Antropología Social por FLACSO Argentina. 



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