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sábado, 21 de abril de 2018

Consejos pastorales desde Sardis (Apoc 3:1-6)


Por Juan Stam, Costa Rica

Imagen: Pixabay
 ¡La "imagen" también puede ser ídolo!

En nuestro tiempo moderno, camino a la posmodernidad, la palabra (logos) va perdiendo valor y peso, devaluándose igual que muchas monedas latinoamericanas.  En el vacío que deja, la reemplaza la "imagen".  Lo más importante para un político hoy no es su carácter, ni sus proyectos ni convicciones; lo importante es su "imagen".  Para eso hay especialistas, bien preparados para crear buenas imágenes, sean de políticos, artistas, jabón o pasta dental.  Existe hoy una industria de imágenes para el consumo público.

La iglesia de Sardis gozaba de "buena imagen"; tenía fama de ser una iglesia muy viva.  Ni ellos ni los demás se daban cuenta de que en realidad estaba muerta.  Hoy también, contagiados por el mundo que nos rodea, solemos guiarnos por las apariencias y la fama de una u otra iglesia o de diferentes pastores o predicadores.  Muchos evangélicos van de una congregación a otra, como si fuesen cafeterías, tras la última atracción eclesial.  Y si nosotros (¡gran predicador!) o nuestra iglesia (iglesia grande, viva y exitosa) goza de esa buena fama, estamos más que contentos.  ¿Qué más podríamos desear?

Pero lo que vale no es lo que otros piensan de nosotros, ni lo que nosotros pensamos de nosotros (buena auto-imagen), sino lo que Cristo piensa de nosotros.  Cristo contrasta dramáticamente el "nombre" de Sardis (apariencias, reputación, "imagen") y "las obras" de ellos (la realidad de su condición).  Ese "buen nombre" no constituye de ninguna manera un "buen testimonio" ante el Señor.

La ética bíblica parte de los dos primeros mandamientos: (1) no adorar a otros dioses (idolatría) y (2) no hacer imágenes (Ex 20.3s).  Dios mismo dijo a Israel, hablando de su propia revelación en Sinaí: "ninguna figura visteis, mas la voz oísteis" (Dt 4.12,15; cf Ex 19.16-18).  Para la fe de Israel, esa diferencia era fundamental.  La imagen es de fabricación humana y fácil de manipular; la voz de Dios, en cambio, nos ordena y nos obliga, y no se deja manipular.

La buena fama de Sardis vino por acomodarse, esquivando el escándalo de la cruz (1Co 1.18-31).  Cuando las iglesias o los pastores se afanan y se obsesionan por su "nombre", reaparece en ellos el espíritu de Babel: "hagámonos un nombre" (Gen. 11.4).  En cambio, el buen testimonio consiste en seguir a Cristo hasta el vituperio y la muerte, y saber con Abraham que el Señor mismo será testigo de nuestra fidelidad (Ap 3.5; Gen 12.2, "engrandeceré tu nombre").  Dios no nos pide ni éxito ni fama sino fidelidad.  A su palabra, que nos dirige como Señor soberano, tenemos que responder con nuestra palabra (logos) de obediencia (Heb 4.12s.[1]

La idolatría más sutil para la iglesia hoy: la "exitolatría"

Una nueva idolatría, desde el siglo XX, ha penetrado seriamente en la iglesia evangélica -- el culto al éxito.  Un pastor vale según el número de miembros o el presupuesto que tenga su congregación.  Esta a su vez se mide por lo mismo: su éxito en atraer mucha gente (especialmente personas famosas o ricas), en ganar prestigio en la comunidad (sobre todo, la élite), y su capacidad para fomentar también en sus feligreses actitudes de éxito.  El dios "éxito" se está convirtiendo en el Baal que pone a prueba nuestra fidelidad, acompañado por el dios Mamón.

Por supuesto, sería morboso desear el fracaso, e ingrato no saborear la satisfacción del éxito.  Además, entre más personas podamos llevar a los pies de Cristo, o ayudarles espiritual y moralmente, tanto mejor habremos cumplido nuestra misión.  Pero el peligro está en dos puntos: (1) hacer del éxito personal e institucional la meta suprema de nuestra actividad.[2]  Dios no le prometió éxito a Isaías; le pronosticó fracaso, pero le exigió fidelidad. (2) Cuando el éxito es nuestra meta, es difícil resistir la tentación de predicar un evangelio fácil, que atrae a todos y no ofende a nadie, pero termina siendo "otro evangelio" y no el que trajo Jesús, el evangelio del discipulado radical.

En varias conferencias y escritos, Hans Küng ha señalado la importancia del "éxito" en nuestra sociedad actual.  Según Küng, la forma contemporánea de "justificación por las obras" es precisamente "la justificación por los logros".  Küng analiza nuestra sociedad como una Leistungsgesellschaft, "una sociedad del logro" que divide la humanidad en exitosos y fracasados.[3]  El éxito vindica la existencia de uno, el fracaso plantea cuestionamientos existenciales sobre el valor del fracasado.  A nivel cristiano, muchos evangélicos se sorprenderían al saber que, en esta forma, ellos también creen en la justificación por las obras.

Otra faceta de esta idolatría moderna es lo que podríamos llamar la magnolatría, el culto a lo grande.  Grandes templos, grandes congregaciones, grandes presupuestos, grandes proyectos.  Hemos visto algunos "grandes ministerios" que a la postre han resultado ser otra cosa: grandes negocios, o hasta grandes estafas.  Si un ministerio realmente es más eficaz y fiel por ser más grande, es bendición de Dios y a su nombre gloria.  Pero si se busca lo grande por lo grande, es simple gigantismo y no prosperará en la obra del Señor.

Los dos testigos de Apocalipsis 11 desplegaban grandes poderes sensacionales, pero no tuvieron el verdadero poder del Señor sino hasta morir y resucitar con Cristo (Ap 11.4-13).  San Pablo nos recuerda que Dios ha escogido lo débil y lo despreciado del mundo (1Co 1.26-28) y que "cuando soy débil, soy fuerte" (2Co 12.10).  Sardis y Laodicea eran muy vivas y fuertes, y Cristo sólo tenía reprimendas para ellas.  Esmirna y Filadelfia eran pobres y débiles y Cristo los elogia incondicionalmente.

¡Qué diferentes son los valores de Cristo a los nuestros!

Revisado abril 2018

Notas:

[1] Cuando Dios nos dirige el logos de su cortante palabra profética (Heb 4.12), esa palabra nos coloca ante su rostro y nos exige el logos de nuestra respuesta obediente (4.13).  Lo primordial no es ni nuestro "testimonio público" en cuanto buen nombre (onoma) sino la realidad (logos) de nuestro discipulado costoso.
[2]
Un tema favorito entre pastores suele ser el número de miembros (a veces un poco exagerado) de su congregación.  En un país latinoamericano, cuando el pastor de una megaiglesia fue descubierto en pecado, su constante respuesta a toda pregunta fue: "No olviden que soy el pastor de la iglesia más grande de este país".
[3] Paul Tournier ha tratado este tema brillantemente, especialmente en sus libros Culpa y Gracia y Los fuertes y los débiles.

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Sobre el autor:
Juan Stam se nacionalizó costarricense como parte de un proceso de identificación con América Latina.  Es Dr. en Teología por la Universidad de Basilea.  Docente y escritor de libros, artículos y del Comentario Bíblico Iberoamericano del Apocalipsis de Editorial Kairós.

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