"Quien puede engañar a las masas se convierte en su amo, y quien intenta quitar las ilusiones de sus ojos se convierte en su víctima."
La Biblia lo anticipó siglos atrás, cuando el apóstol Pablo describió el comportamiento de quienes preferirían mitos agradables por encima de la verdad del evangelio:
Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas (2 Timoteo 4:3-4).
Si bien el pasaje se refiere a la distorsión del evangelio que ya se vivía en aquellos tiempos, lo cierto es que hoy también hay quienes prefieren escuchar lo que conforta, y no necesariamente lo que confronta.
Sin embargo, nuestro llamado no es complacer, sino decir la verdad en amor, aun si eso nos vuelve impopulares, como también lo hizo Pablo: ¿Me he hecho, pues, vuestro enemigo por deciros la verdad?” (Gálatas 4:16).
Ser fiel, a la verdad de Cristo, entonces nunca ha sido un camino fácil, pero sí el más necesario.
Todo esto lo relaciono con los actuales acontecimientos que, en efecto cascada, reflejan la tensión mundial provocada por los conflictos bélicos en Asia y otras regiones.
Mientras escribo estas líneas, observo en las noticias cómo el dictador norcoreano se suma al juego global de amenazas, como un niño que, sin ser llamado, se mete al campo solo para demostrar que también puede hacer ruido. Y claro que tiene juguetes: ¡sus armas de destrucción masiva! En paralelo, se multiplican las marchas de protesta a favor de un bando o de otro. Por supuesto, vivimos en tiempos en que —al menos en algunos países— es posible ejercer el derecho a la protesta. Sin embargo, desde una perspectiva cristiana, no es correcto sesgarnos a favor de una nación o poder, en detrimento de otras vidas humanas.
La cruz de Cristo nunca debería alzarse sobre banderas nacionales; se alza sobre el dolor humano universal. El creyente está llamado a interceder, no a polarizar; a defender la vida, no a justificar la violencia. Si solo lloramos por unos y cerramos los ojos ante el sufrimiento de otros, no estamos reflejando el corazón del evangelio.
El verdadero advocacy (defensa legítima de una causa) defiende la justicia, la dignidad y la verdad, no una bandera o una posición política. Por ejemplo, así como en Gaza hay vidas humanas que sufren —y debemos alzar la voz ante cualquier brutalidad que atente contra su dignidad—, también hay dolor y desolación en otros lugares olvidados por el mapa mediático. El Evangelio no es territorial, es universal, y el amor de Cristo debería llevarnos a ver a cada persona como un prójimo portador de es imagen de Dios.
Ya Jesús lo advertía: “Sabéis que los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas” (Marcos 10:42).
Y añadió con una ruptura radical mediante una conjunción adversativa —“pero”—:
“Pero no será así entre vosotros”.
Con esto, Jesús derrumba cualquier intento de sus seguidores de replicar estructuras de poder excluyentes propias del mundo, y propone el servicio como el verdadero camino del Reino.
En palabras de Jean-Paul Sartre, en Le Diable et le Bon Dieu (1951):
“Cuando los ricos hacen la guerra, son los pobres los que mueren.”
Seguir cayendo en el juego de los poderosos, que instrumentalizan a los pueblos según sus intereses, no tiene concordancia con el mensaje de Jesús.
Las quemas de banderas —ya sean de Israel, Palestina, Estados Unidos u otros países— solo evidencian lo lejos que estamos del corazón de Dios.
Cuando una bandera se convierte en objeto de odio, hemos perdido de vista que Dios no nos llama a defender símbolos, sino a amar personas.
El espíritu de esta época no ha cambiado mucho: seguimos viviendo en tiempos donde la emoción se impone a la verdad, y donde quienes se atreven a hablar con claridad evangélica —como decía Le Bon— “suelen volverse las víctimas del sistema que idolatra la ilusión”.
Por eso, más que nunca, necesitamos una fe lúcida, capaz de discernir entre propaganda y profecía, entre manipulación y misión, entre la mentira que seduce y sesga, y la verdad que incomoda, pero revela el Reino. Sobre el autor:
Alexander Cabezas Mora es costarricense, master en Liderazgo Cristiano y en Teología. Se ha desempeñado como conferencista, pastor adjunto, profesor de varios seminarios teológicos y consultor en materia de niñez y adolescencia para varias organizaciones internacionales. A participado como escritor y coescritor en varios libros entre ellos, Huellas, Spiro, Entre los Límites y los Derechos, Disciplina de la Niñez, En sus manos y nuestras manos, la co-participación de la niñez y la adolescencia en la misión de Dios y Oración con los ojos abiertos.
Con esto, Jesús derrumba cualquier intento de sus seguidores de replicar estructuras de poder excluyentes propias del mundo, y propone el servicio como el verdadero camino del Reino.
En palabras de Jean-Paul Sartre, en Le Diable et le Bon Dieu (1951):
“Cuando los ricos hacen la guerra, son los pobres los que mueren.”
Seguir cayendo en el juego de los poderosos, que instrumentalizan a los pueblos según sus intereses, no tiene concordancia con el mensaje de Jesús.
Las quemas de banderas —ya sean de Israel, Palestina, Estados Unidos u otros países— solo evidencian lo lejos que estamos del corazón de Dios.
Cuando una bandera se convierte en objeto de odio, hemos perdido de vista que Dios no nos llama a defender símbolos, sino a amar personas.
El espíritu de esta época no ha cambiado mucho: seguimos viviendo en tiempos donde la emoción se impone a la verdad, y donde quienes se atreven a hablar con claridad evangélica —como decía Le Bon— “suelen volverse las víctimas del sistema que idolatra la ilusión”.
Por eso, más que nunca, necesitamos una fe lúcida, capaz de discernir entre propaganda y profecía, entre manipulación y misión, entre la mentira que seduce y sesga, y la verdad que incomoda, pero revela el Reino. Sobre el autor:

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