El recorte periodístico que acompaña este artículo a manera de ejemplo de posturas sionistas cristianas, titulado “La Franja de Gaza en las profecías bíblicas”, afirma que las promesas hechas a Abraham abarcan la Franja de Gaza, atribuye el presente sufrimiento palestino a la no posesión total de la tierra por parte de Israel y apela a pasajes como Joel para sostener que Dios juzgará a las naciones que repartieron la tierra y que, en el futuro, reunirá esa región bajo gobierno israelí.

Cabe añadir, sin embargo, que la idea de establecer dos Estados fue propuesta y es defendida por muchos como una medida justa para mitigar lo que se percibió como la arbitrariedad de decisiones internacionales que implicaron el despojo territorial de un pueblo; esa realidad política y su reclamo de justicia merecen reconocimiento y respuesta humanitaria.
No obstante, esa consideración histórico-política no autoriza que textos históricos o proféticos sean convertidos en justificación teológica de proyectos nacionales contemporáneos: convertir el cumplimiento mesiánico en un programa geopolítico omite la mediación del Nuevo Testamento, reifica figuras tipológicas en realidades políticas y exige, por tanto, una corrección hermenéutica, no todo pasaje del AT apunta directamente a un Estado moderno ni legitima la instrumentalización de pueblos reales.
Por eso este escrito nace para confrontar esa confusión teológica y pastoral que usa ese pequeño documento como una evidencia de la confusión teológica que viven los evangélicos, entre ellos los bautistas en la época actual, proponiendo una lectura fiel a Cristo que prioriza la esperanza, la paz y la justicia del Evangelio sobre cualquier agenda sionista con manto evangélico.
La comunidad bautista está llamada, con humildad y claridad pastoral, a leer la Biblia desde la primacía del Nuevo Testamento: no como desprecio del Antiguo, sino como reconocimiento de que la revelación culmina en Jesucristo y que Él orienta la comprensión de la Ley, los Profetas y los Salmos (Hebreos 1:1–2; Lucas 24:27,44). Esta no es una preferencia humana, sino la misma instrucción de la Escritura: las antiguas promesas encuentran su propósito y plenitud en el Hijo. La cristología hermenéutica no anula el AT; lo reubica y lo interpreta a la luz del cumplimiento en Cristo (Hebreos 1:1–2).
Desde esa perspectiva cristocéntrica debemos replantear nociones comunes sobre “pueblo de Dios”, templo y señales escatológicas que a menudo son arrastradas hacia lecturas nacionalistas o ritualistas. Pablo nos recuerda que la pertenencia a la promesa abrahámica se define por la fe y no por la carne (Gálatas 3:7; Gálatas 3:28–29). La identidad santa a la que alude la Escritura, cuando es leída en clave del Nuevo Pacto, se realiza en la comunidad de los que están en Cristo y no en la mera descendencia biológica o en prácticas externas (Romanos 2:28–29; Gálatas 2:16). De allí emana una primera corrección teológica: la promesa a Abraham y la condición de “Israel” se interpretan en el NT en términos de pertenencia espiritual, no como un aval automático a programas políticos contemporáneos (Gálatas 3:7; Gálatas 3:28–29).
La epístola a los Gálatas y el libro de Hebreos son textos críticos para corregir la tendencia judaizante: Pablo advierte contra quienes quieren añadir la Ley como condición del evangelio y utiliza la alegoría de Agar y Sara para declarar la libertad del Nuevo Pacto frente a la esclavitud de las observancias (Gálatas 2:16; Gálatas 4:21–31). El autor de Hebreos, por su parte, confronta la insuficiencia de las sombras legales y cultuales frente a la realidad plena que es Cristo, enfatizando que aquello que fue figura ha quedado superado por la consumación en el Hijo (Hebreos 8:13; Hebreos 10:1; Hebreos 10:9). Estas advertencias no son teóricas: son herramientas hermenéuticas que nos exigen leer las promesas antiguas como encaminadas a Cristo y a la comunidad redimida por su obra (Hebreos 1:1–2).
En esa línea, la noción del templo como centro escatológico debe ser reposicionada teológicamente. Jesús mismo reinterpreta la idea del templo cuando habla de su propio cuerpo; el NT desarrolla la continuidad: Cristo es la piedra angular y los creyentes son edificados como morada de Dios en el Espíritu (Juan 2:19–21; Efesios 2:20–22; 1 Corintios 3:16). La imagen del templo físico, por importante que haya sido en la historia salvífica, es transformada en la persona del Mesías y en la realidad corpórea y comunitaria de la Iglesia. Por tanto, esperar que un templo, un culto ritual o una restauración territorial determinada sean la culminación escatológica equivale a desconocer la tipología cumplida en Cristo (Juan 2:19–21; Efesios 2:20–22; 1 Corintios 3:16).
Esto nos lleva a una cuestión práctica y pastoral: la identificación de acontecimientos políticos modernos con señales escatológicas. Jesús y los apóstoles advierten repetidamente contra la lectura de signos históricos como indicadores seguros del fin; la venida del Hijo del Hombre será visible, súbita y ajena a la calendarización humana (Mateo 24:23–27; Mateo 24:36–44; 1 Tesalonicenses 5:2; 2 Pedro 3:10). Por tanto, sostener que la articulación política de un Estado moderno, o una serie de eventos geo-políticos, constituyen la consumación profética, contradice la enseñanza de vigilancia y sobriedad escatológica presente en el NT (Mateo 24:36–44; 1 Tesalonicenses 5:2).
La consecuencia pastoral de esta lectura es decisiva. Primero, impide que la fe cristiana se instrumentalice en función de proyectos nacionalistas o de alianzas políticas que legitimen la violencia o la exclusión. El evangelio no es mapa geopolítico sino mandato ético y misionero. Segundo, protege la vida espiritual del Pueblo de Dios frente a expectativas que fomentan el triunfalismo y la retribución, en lugar de la conversión y la misericordia (Gálatas 2:16; Romanos 2:28–29). El mandato cristiano prioriza la justicia y la paz como frutos de la comunidad redimida (Mateo 5:9; Romanos 12:17,21).
La hermenéutica que proponemos también exige reconocer el valor humanitario y el dolor real de las poblaciones implicadas en conflictos, sin reducir a esas personas a meros símbolos de cumplimiento profético. La Escritura llama al pacificador y al que vence el mal con el bien (Mateo 5:9; Romanos 12:17,21). La postura cristiana coherente no celebra la violencia ni instrumentaliza el sufrimiento para confirmar teorías escatológicas; por el contrario, acompaña, consuela e interpela a la conciencia nacional y eclesial desde la compasión evangélica.
Además, el texto bíblico nos reta a examinar nuestra propia interpretación: Jesús reprocha la lectura de las Escrituras que no lo reconoce como su centro (Juan 5:39). Por eso, la exégesis bautista, atenta y humilde, devuelve la mirada al Autor de la vida y a la suficiencia de su obra redentora (Hebreos 1:1–2). Leer la Biblia debe formar carácter cristiano: fidelidad a Cristo, rechazo de añadiduras ritualistas como requisito de salvación, y una ética que promueva la paz y la justicia.
De modo concreto, la comunidad bautista está llamada a proclamar que: la promesa hecha a Abraham se cumple en aquellos que viven por la fe en Cristo (Gálatas 3:7; Gálatas 3:28–29); la Ley y los signos del antiguo culto apuntaban a una realidad mayor cumplida en el Hijo y no pueden ser reimpuestos como medio de justificación (Hebreos 10:1; Hebreos 8:13; Gálatas 2:16); el templo y la presencia de Dios han sido realizados en Cristo y en la comunidad del Espíritu (Juan 2:19–21; Efesios 2:20–22; 1 Corintios 3:16); y la venida del Señor será inesperada, por lo que nuestra tarea es velar, vivir en santidad y ser testigos, no calcular fechas ni celebrar campañas políticas como señales del fin (Mateo 24:36–44; 1 Tesalonicenses 5:2).
Terminamos con una llamada pastoral: mantengamos la hermenéutica Cristocéntrica como guardián de la vida de la iglesia. Esto nos hará simultáneamente humildes y decididos: humildes en reconocer la complejidad histórica y el sufrimiento humano; decididos en proclamar que la esperanza definitiva es Cristo, no un proyecto humano. Que la iglesia sea, por lo tanto, lugar de reconciliación, oración por la paz y testimonio coherente del evangelio, ejerciendo la hospitalidad hacia todos y defendiendo la justicia con mansedumbre (Mateo 5:9; Romanos 12:17,21).
Que la lectura fiel de la Escritura nos lleve a vivir como pueblo de la promesa en su sentido más pleno: sujetos a la misericordia de Dios en Cristo, servidores de la paz, y vigilantes en la esperanza de aquel que vendrá sin aviso previo, a quien aguardamos con fe activa y amor hacia el prójimo (Hebreos 1:1–2; Mateo 24:42–44; 1 Tesalonicenses 5:2). Amén.