Un nuevo alto al fuego entre Israel y Hamás ha devuelto, por un momento, la palabra paz a los titulares. Sin embargo, muchos dentro y fuera de la región se preguntan si esta paz es real o apenas un respiro entre dos tormentas. La Biblia enseña que “la paz del Señor sobrepasa todo entendimiento” (Filipenses 4:7), pero también recuerda que la paz verdadera es fruto de la justicia (Isaías 32:17). Y esa justicia —en la tierra donde nació la fe— sigue ausente. Hoy se celebra que callen las armas, pero la herida sigue abierta. No puede haber paz sin verdad, sin dignidad, sin un horizonte común. Lo dijo recientemente The Elders, el grupo de líderes fundado por Nelson Mandela: “la base de toda futura relación pacífica entre israelíes y palestinos debe ser el reconocimiento de la soberanía igual de ambos pueblos”. Esa sigue siendo, precisamente, la piedra angular que falta por colocar.
Una paz duradera requiere un Estado palestino libre, viable y democrático, no subordinado a la ocupación ni al control de un grupo armado. El derecho internacional lo ha reiterado: la autodeterminación no es un premio, sino un principio. Mientras la ocupación continúe y los asentamientos se expandan, la paz será apenas un paréntesis entre violencias. Desde la fe, la justicia no puede ser selectiva. El profeta Amós clamó: “Que corra el juicio como las aguas, y la justicia como arroyo perenne” (Amós 5:24). Hablar de paz sin hablar de dignidad es confundir el silencio con la reconciliación.
Varios analistas advierten que el actual proceso puede caer en lo que llaman “gestión del conflicto”, no resolución. Es decir, se administra la violencia, se controlan los daños, se reduce el fuego, pero no se tocan las raíces del problema. La ocupación, la desigualdad y la falta de derechos siguen intactas. La Biblia lo advirtió con fuerza: “Cuando digan ‘paz y seguridad’, vendrá destrucción repentina” (1 Tesalonicenses 5:3). Las falsas paces son las que buscan estabilidad sin justicia o poder sin arrepentimiento. El riesgo hoy es confundir el fin de las hostilidades con el inicio del shalom. Pero el shalom bíblico no es la ausencia de conflicto, sino la plenitud de relaciones restauradas: entre pueblos, con la tierra y con Dios.
Muchos informes coinciden en que Hamás “acepta” un alto al fuego por pragmatismo, pero no está dispuesto a ceder poder político ni a desarmarse por completo. Esto deja al pueblo palestino atrapado entre dos fuegos: el de la ocupación y el del autoritarismo interno. Una Palestina libre debe ser también libre de quienes usan la religión para perpetuar el odio o la violencia. Jesús dijo: “Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). Los pacificadores no son los que callan las armas, sino los que construyen puentes. Palestina necesita liderazgos nuevos, comprometidos con la vida, la justicia y la convivencia, no con la destrucción del otro.
Según el Pew Research Center, solo el 21 %de los israelíes cree que la coexistencia pacífica con un Estado palestino es posible. Esa cifra revela un agotamiento espiritual, no solo político. La desconfianza se ha vuelto mutua, estructural, y parece haber reemplazado la esperanza. Los profetas de Israel soñaron con otro futuro: “De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra” (Isaías 2:4). Esa visión sigue siendo, hoy, una profecía pendiente. La fe cristiana no puede resignarse a una paz cínica ni a una teología que bendiga la desigualdad.
Expertos y organismos internacionales coinciden en que una paz real necesita, al menos, siete condiciones básicas: reconocimiento mutuo de soberanía (The Elders, ONU); fin de la ocupación y de los asentamientos ilegales; seguridad garantizada para ambos pueblos; derechos humanos, justicia y reparación; unidad palestina bajo instituciones legítimas; plan económico de reconstrucción y desarrollo; y supervisión y garantías internacionales claras. Sin estos pilares, todo proceso de paz se convierte en una tregua temporal. Una “paz de archivo” que pronto se archiva.
Desde la fe, la paz no es un acuerdo diplomático, sino una vocación. El shalom implica justicia, verdad y restauración. Es la visión de Jesús cuando llora sobre Jerusalén: “¡Si tú también comprendieras, en este día, lo que te puede traer paz!” (Lucas 19:42). No basta orar por la paz de Jerusalén; debemos también trabajar por la justicia de Belén, de Hebrón y de Gaza. La fe nos llama a construir una paz con pan, con libertad, con memoria y con esperanza. Porque la paz del Evangelio no se impone: se encarna. Y el shalom del Reino no se negocia: se vive.
Celebrar un alto al fuego es legítimo, pero no suficiente. La verdadera paz no se mide por los días sin misiles, sino por los días con dignidad. Habrá paz en Tierra Santa cuando Israel y Palestina puedan mirarse sin miedo; cuando el poder deje de humillar; y cuando la fe vuelva a ser fuente de encuentro, no de frontera.
La paz de Dios no se firma: se encarna.

