“He estado bajo el sol por dos días buscando un lugar y no encontré ninguna carpa. Ahora tuve que coger todas mis pertenencias y volver hacia Ciudad de Gaza”, dijo Mohammed al-Sherif, un hombre de 35 años que huyó con su familia tras una orden de evacuación israelí. Cargó lo que pudo en un carro de burro rumbo a Mawasi, en el sur, pero allí no había espacio, ni agua, ni refugio. Su testimonio, recogido por Reuters, es la fotografía humana de un drama repetido por miles: desplazarse sin destino, entre ruinas y hambre, sin saber dónde podrán vivir mañana.
Mientras Mohammed caminaba con sus hijos entre el polvo, al otro lado un ministro israelí describía Gaza como una “bonanza inmobiliaria”. Bezalel Smotrich hablaba de la “fase de demolición” ya cumplida y de cómo repartir el territorio tras la guerra. Las palabras se sintieron como un golpe: reducir hogares y vidas a un negocio, justo cuando cientos de miles pierden lo poco que tenían.
Exilios que Israel debería recordar
La historia bíblica conoce bien ese dolor. Asiria en el 722 a.C. arrancó al Reino del Norte y dispersó a sus tribus. Babilonia en el 586 a.C. destruyó Jerusalén, quemó el templo y deportó a miles. De esas tragedias nacieron los lamentos más profundos de la Escritura: cantos a orillas de ríos extranjeros, profetas que gritaban desde el destierro.
Esa memoria quedó grabada en la identidad de Israel: ser extranjero, vivir sin templo ni tierra, perderlo todo. Por eso la Torá insistió: “No oprimirás al extranjero, porque extranjeros fuisteis en Egipto.”
El eco del Holocausto
Mucho más cerca en el tiempo, los judíos de Europa vivieron un desarraigo aún más brutal. En Polonia, el gueto de Varsovia concentró a más de 400.000 personas en condiciones de hacinamiento, hambre y enfermedad. Propiedades confiscadas, familias separadas, comunidades enteras destruidas. En 1942, alrededor de 300.000 fueron deportados hacia Treblinka, sin regreso.
El Holocausto dejó cicatrices imborrables: el recuerdo de que perder la casa, la ciudad, la comunidad, es también perder dignidad y humanidad. Esa memoria, universalizada en museos y testimonios, debería ser un faro contra cualquier forma de desplazamiento masivo.
Gaza hoy: memoria que incomoda
Hoy, según la ONU y Human Rights Watch, más del 90% de la población de Gaza ha sido desplazada. Familias enteras caminan hacia el sur, hospitales colapsan, barrios enteros quedan reducidos a polvo. En ese escenario, llamar al territorio “bonanza inmobiliaria” no solo suena cínico: revela una visión de Gaza como espacio vacío, donde su gente no cuenta.
La ironía es dura: Israel, que nació de la memoria del exilio y del Holocausto, corre el riesgo de parecerse más a los imperios que lo oprimieron que al pueblo que Dios consoló en la dispersión.
Pregunta final
El desarraigo habla un lenguaje universal. No entiende fronteras. Cuando un pueblo empuja a otro fuera de su tierra, repite las lógicas de Asiria, de Babilonia, de la Europa nazi.
La pregunta inevitable es: ¿a quién se parece Israel hoy? ¿Al pueblo que aprendió en carne viva lo que significa ser extranjero? ¿O a quienes convierten hogares en ruinas y tierras en negocio?
La respuesta no está en discursos oficiales, sino en las vidas de quienes, como Mohammed al-Sherif, caminan bajo el sol con lo poco que les queda, preguntándose si algún día podrán volver a casa.