Una mesa común como signo de unidad y espacio de envío

Un artículo de Valdir Steuernagel y Harold Segura

Este artículo fue escrito para los participantes del Tercer Encuentro Latinoamericano Missio Dei en  clave Latinoamericana, que se celebró en Bogotá, Colombia, del 12 al 14 de agosto de 2025.

Hace ya algunos años, un misionero español ubicado en tierras centroamericanas expresó que el reino de  Dios se parece a “una mesa amplia servida con manteles largos para todos”. Esta imagen es muy cercana  al lenguaje que usaba el Maestro cuando enseñaba acerca del reino: “El reino de los cielos es como un rey  que preparó un banquete de bodas para su hijo” (Mt.22:2)1 o este otro, entre muchos más: “Habrá quienes  lleguen del oriente y del occidente, del norte y del sur, y participarán en el banquete en el reino de Dios”  (Lc.13:29). 

En medio de un cristianismo marcado por las polarizaciones, tanto teológicas, como ideológicas y  partidistas, por debates doctrinales y teológicos que ha causado división (a veces, minucias doctrinales sin  ni siquiera tratar con los asuntos sustanciales de la fe), se hace urgente la imagen de la mesa com-partida  como una propuesta evangélica para recrear la unidad y acercar los esfuerzos en pro de una misión que, en  medio de sus énfasis diferentes, pueda servir con espíritu de cooperación. ¡Es hora de sentarnos a la mesa!  Jesús es quien nos invita y quien nos ha mostrado cómo hacerlo.  

En la mesa de Jesús y con Jesús 

Los Evangelios nos muestran a Jesús compartiendo la mesa con los más diversos: fariseos y publicanos,  mujeres impuras y discípulos inseguros, personas de prestigio y marginados sociales. En esa diversidad de  comensales se revela una clave profunda: Jesús no exigía uniformidad para sentarse a la mesa. Lo que pedía  era disponibilidad para el encuentro y apertura para la gracia. 

En Lucas 14, por ejemplo, Jesús denuncia la lógica de invitar solo a los afines o influyentes. Propone una  mesa diferente, donde los pobres, cojos y marginados ocupen los primeros puestos. Esa misma lógica puede  aplicarse hoy a nuestras comunidades cristianas. La cooperación en la misión, llámese global, integral,  contextual, liberadora, intercultural y otras, necesitan, sentarse en la misma mesa para compartir el mismo  pan y el mismo Señor. 

El pan como símbolo de reconciliación 

En el relato de Emaús (Lc.24), los discípulos caminan desalentados y divididos por la decepción; han  crucificado al Maestro. Solo al partir el pan con el forastero de Galilea reconocen al Resucitado. La fracción  del pan se convierte así en el gesto de reconocimiento, comunión y reconfiguración de la misión: “¿No  ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros en el camino…? (Lc.24:32). 

El mismo dinamismo puede ocurrir hoy entre comunidades de fe separadas por siglos de historia, o entre  iglesias heridas por desacuerdos recientes (la lista de desacuerdos está fresca y muchas de las heridas aún  abiertas). La espiritualidad de la mesa compartida nos recuerda que no se trata de llegar a un consenso total  antes de unirnos en misión, sino de dejar que el gesto de compartir el pan abra caminos de confianza mutua,  de escucha y de colaboración. Y cuál es ese pan sino la fe que nos es común, la misión que nos ha sido  entregada, la sensibilidad ante los sufrimientos del mundo y la amistad que puede crecer en el encuentro y  la conversación desprevenida. 

La mesa como lugar de envío 

En el evangelio de Lucas, Jesús envía a sus discípulos sin alforja, sin dinero y sin posesiones (Lc.10). Les  pide que entren en las casas, acepten la hospitalidad que se les ofrezca y compartan la mesa. Es allí, en el  acto de recibir y sentarse con otros, que deben anunciar que el reino de Dios ha llegado.  

Cuando las iglesias colaboran en causas comunes de evangelización integral como la justicia, la paz, la  protección de la niñez, la renovación de la vida personal, el cuidado de la creación, la atención a las personas  migrantes y tantos otros frentes de ministerio, lo hacen desde la convicción de que el Reino es más grande  que sus fronteras particulares (misionológicas u otras). La mesa, entonces, deja de ser solo lugar de  intimidad eclesial y se convierte en espacio de articulación misionera. 

La diversidad como don 

Una de las grandes dificultades para vivir la unidad en la Iglesia es la tentación de absolutizar las propias  formas de vivir la fe o de entender la tarea misionera. Volver a la mesa como símbolo nos ayudará a  comprender que las diferencias deben discernirse, acogerse y celebrarse. Como en una comida bien servida,  no todos comen lo mismo, ni con los mismos utensilios, ni al mismo ritmo. Pero comen juntos. 

En palabras del apóstol Pablo: “…también nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo, y  cada miembro está unido a todos los demás. Tenemos dones diferentes, según la gracia que se nos ha  dado…” (Ro.12:5-6). Esta diversidad debe ser visible en nuestras mesas, liturgias y proyectos misioneros,  para dar testimonio de un cuerpo reconciliado, no por la uniformidad de sus intereses, sino por comunión  compartida. 

Al comentar el resultado del Congreso de Lausana I (1974), John Stott invitaba a este ejercicio de encuentro  y respeto mutuo en torno a la mesa, y lo expresa así: 

“Uno de los logros más importantes de Lausana fue el diálogo franco y con respeto mutuo sobre  las diferencias evangélicas. Nunca alcanzaremos la madurez en Cristo si nos resulta demasiado  difícil agarrar algunas ortigas o, si las agarramos, fingimos que no pican cuando sí lo hacen. Se  necesita urgentemente un diálogo más evangélico, en el que escuchemos con sinceridad las críticas  constructivas de los demás.”2 

Una mesa más larga que nuestros prejuicios 

El extraordinario texto de Rafael Aguirre, La mesa compartida. Estudios del Nuevo Testamento desde las  ciencias sociales,3 escrito hace ya más de 30 años, sigue resonando cuando hablamos de promover nuevas  modalidades cristianas de encuentro y fraternidad (sororidad4). Explica él que las normas de pureza  religiosa en tiempos de Jesús servían para excluir, para mantener intacta una identidad a costa del otro. La  mesa era un lugar en el que se reforzaban las desigualdades sociales de todo tipo. He aquí la novedad con  las comidas de Jesús, las que eran causa de reclamo para los fariseos: “¿Por qué come con recaudadores de  impuestos y con pecadores?” (Mr.2:16). Hoy, en gran parte, las mesas de la desigualdad y las distancias se  mantienen intactas. 

La espiritualidad de la mesa compartida, como mesa alternativa, nos desafía a extenderla más allá de  nuestras zonas conocidas. No se trata de diluir convicciones, sino de abrirnos a la posibilidad de aprender  de las otras personas, de escuchar sus historias y de discernir en amistad cuál es la voluntad del Señor. 

Los discípulos de Jesús fueron desafiados a ampliar esta mesa compartida, lo cual no siempre les resultó  fácil. La visión de Pedro, durante su estancia en Jope, nos muestra su resistencia a acercarse a una mesa en  la que no se imaginaba poder sentarse, hasta que, en la casa de Cornelio, reconoce que la mesa que Dios le  proponía era mucho más amplia y rica de lo que él podía imaginar e incluso aceptar en un primer momento  (Hechos 10:9–43). 

Hacia una espiritualidad de la convivencia amistosa y fraterna (sorora)

La mesa compartida, en el Evangelio, no es un símbolo decorativo. Es una opción teológica, una práctica  eclesial y una destreza misionera. En la mesa se revelan el rostro de Dios, el estilo de Jesús y el sueño del  Reino. 

Para apurar el reino y acelerar la proclamación del Evangelio al mundo, necesitamos más mesas que  púlpitos y que documentos (siendo estos últimos siempre apreciados y necesarios), menos distancias y más  hospitalidad; menos juicios y más reconciliación. Sin negar nuestras necesarias y siempre presentes  diferencias, permitamos que estas sean expresión de una diversidad reconciliada y enriquecedora. Una  Iglesia que no tema al encuentro, ni a la amistad, sino que experimente la comensalidad como signo del  reino.  

1 Todos los textos bíblicos son tomados de la Santa Biblia Nueva Versión Internacional, Miami, Sociedad Bíblica  Internacional, 1999.

2John Stott, Foreword, in The New Face of Evangelicalism, por Rene Padilla, ed Downers Grove, InterVarsity Press,  IL, 1976, pp.7-8.

3 Rafael Aguirre, La mesa compartida. Estudios del Nuevo Testamento desde las ciencias sociales, Santander,  Editorial Sal Terrae, 1994.

4 Sororidad es una palabra derivada de sorora, que expresa la solidaridad, alianza y apoyo mutuo entre mujeres, como  fraternidad expresa esa solidaridad entre varones. Implica una relación ética y afectiva basada en el reconocimiento  de la dignidad compartida.

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