“Todo el mundo busca un héroe que sostenga las riendas porque el mundo va sin freno hacia la destrucción, el mundo necesita un pintor” - René GonzálezSentado, con los ojos atentos y seguramente brillando de emoción, él escuchaba los relatos fantásticos de los héroes nacionales. No faltaban historias increíbles al respecto; tejidas con colores, paisajes y sensaciones, una tras otra, contaban las tradiciones de identidad israelita, las nostalgias de tiempos victoriosos del pasado y la gloria de hombres y mujeres que habían forjado con lágrimas, sudor, sangre y expectativa, una asimilación inquebrantable de pertenencia divina.
Los padres de cada nuevo israelita iban contando los detalles de los personajes que llenaban de esperanza a la nación. Sansón (Jueces 13-16), que orando recibía la fuerza de Dios por medio de sus pelos largos, y peleaba contra los muchos venciendo a los enemigos de la confederación de tribus. ¿Cuándo se levantaría de nuevo uno que, como él, hiciera temblar a los invasores de otras identidades nacionales que subyugaban a los labriegos de Dios? Elías (1 Reyes 17-2 Reyes 1) con un manto sacrosanto que hacía caer fuego del cielo demostrando la supremacía del potente Yahvé, para luego matar a esos profetas infieles que se levantaban en contra del Dios de los judíos. ¿Cuándo volvería con sus demostraciones sobrenaturales a quemar los altares profanos y a degollar a los profetas falsos, los sacerdotes vendidos al poder extranjero y el liderazgo contaminado con los reinos de este mundo? Moisés (Éxodo 2 – Deuteronomio 34), que caminaba con su báculo sagrado y lleno de la potencia de Dios, quien dividió las aguas para escapar de los ejércitos del faraón y de la esclavización egipcia. ¿Cuándo se levantaría uno como él que liderara al pueblo desde la esclavitud del imperio hacia la libertad de las promesas de independencia? ¿Cuándo volverían los héroes gloriosos que desde tiempos inmemorables liberaban con fuerza y victoria las aflicciones del pueblo?
Incuestionablemente las tradiciones narradas de personas a las que Dios se acercó para darles un sentido salvador, que recibían prestados poderes únicos y fuerza extraordinaria que las volvía súper humanos, “el Espíritu Santo vino sobre ellos” para contestar usualmente al “clamor del pueblo” oprimido y devastado por las realidades sociales, atravesó la conciencia de la nación judía desde cuando, en la niñez, se les contaban esas historias como parte de su formación familiar, cultural y religiosa. Y moldeó los anhelos del porvenir colectivo al respecto de años y décadas en que otros reinos (Babilonia, Media y Persia, Grecia y Roma), junto con sus dioses y diosas e idiosincrasias y hombres fuertes y milicias inquebrantables y estructuras sociales diferentes de la ley local, habían gobernado el territorio del Dios que era llamado y reconocido por los suyos como el “Dios de dioses”, el más grande entre cualquiera de las divinidades que quisiera reconocerse entre los pueblos (y más tarde el “único Dios verdadero”).
Pero, ¿cómo iba a ser el gran Dios de los relatos si otros dioses habían ganado sobre su territorio? En los escenarios de la escritura bíblica no hay un divorcio entre unas temáticas y otras, no estaba la separación entre lo legal y lo espiritual, o lo “profesional” y lo religioso, todo estaba en un mismo plato, todo estaba servido a la misma mesa (la ley judía y la tierra, por ejemplo, los dio Dios, por lo tanto el comportamiento, la vida religiosa y civil, el trabajo con el que se ganaba el pan de cada día de la familia estaba todo unido a lo divino). Todo era trascendente y la trascendencia estaba en todo. Cuando el imperio romano ocupó las tierras de la heredad, estaban en conflicto no solo las milicias, la política y los modelos económicos, estaban en conflicto los dioses y la manera de entender el mundo y la puesta en escena de los rituales de devoción. Sin duda, era necesario que apareciera un nuevo campeón, el mesías/rey que conquistaría con espada de fuego ardiente y ejércitos a los que osaron invadir la tierra del Dios y señor israelita.
Al igual que todas los niños de las aldeas y las ciudades de Israel, Jesús seguramente creció escuchando de su padre y su madre y los demás mayores de la pequeña Nazareth o de las aldeas vecinas, las historias fundantes de la antigüedad (Theissen, 1999), las promesas replicadas por los profetas apocalípticos para “el fin de los tiempos” y las ilusiones de los suyos a la espera del ungido (Moltmann, 1990), una persona que representaría una vez y para siempre el poder y el reinado del Dios de las 12 familias, por encima de las demás naciones de toda la tierra y sus divinidades.
¿Cómo pudieron llegarle al alma del niño Jesús esas imágenes espectaculares de los vencedores de antaño? Su padre ejercía una de las profesiones más básicas de la escala social, estaba a solo un paso de la mendicidad. Posiblemente su familia, bien fuera en su generación o en una o dos generaciones pasadas, habría perdido las parcelas que por herencia el señor Yahvé les otorgó a los padres de los padres de los padres de sus padres y ahora, bajo el mandato de Roma, no eran tierras de Dios sino del emperador, por las que había que pagar impuestos altos y que, poco a poco, sus poseedores las fueron perdiendo y se las fueron quedando “terratenientes ricos, vinculados a los gobernantes, militares, comerciantes y/o sacerdotes” (Pikaza, 2007) . Un aldeano promedio como él tuvo que haber escuchado con un cuidado sumo, una reflexión profunda y una expectación constante de que en ese tiempo, en cualquier momento, llegaría uno de esos héroes que el buen Dios usaba para devolverle al pueblo la dignidad perdida. Que al fin los pobres que dejaban los cambios en el modelo económico, junto con los enfermos, los pecadores y los publicanos, que también se multiplicaban a partir de esos cambios sociales/políticos/económicos, pudiesen tener armonía y paz. La Shalom anhelada. El descanso del creador para sus hijos; al fin, la utopía del bienestar soñado.
Esa era la convicción de Israel, la venida del que habría de llegar con la fuerza, el poder, la gloria y una llenura del cielo que lograba hacer caer murallas, ganar confrontaciones con “ruido vs. espadas”, inexperiencia juvenil matando a gigantes entrenados y experimentados desde siempre en el arte de la guerra, derrota con “brazo fuerte y poderoso” de los que dominaban sobre el pueblo de un Dios que se apiadaba de los sometidos. Esa era una de las características idiosincráticas de los judíos al respecto de su Dios, la historia les recordaba que su divinidad amada era un Dios para los derrotados, que volvía victoriosos a los débiles, que levantaba pueblos de la servidumbre.
El tiempo de Jesús era caldo de cultivo para que unos y otros, en diferentes puntos del país, declararan ser ese salvador venidero, o por lo menos sus representantes. Recolectando seguidores dispuestos a apoyarlos en medio de una sociedad en tensiones constantes, prometían señales y alzamientos que al fin demostraran la realeza que los fundaba, la capacidad de transformar el mundo, la posibilidad de adelantar “la venida del reino de Dios” o defender el honor de Israel a espada, dando como resultado, en algún momento, la caída del emperador incircunciso, infiel e impostor. Una y otra vez aparecieron mesías, anteriores y posteriores a Jesús (Pagola, 2007), y una y otra vez eran socavados por las fuerzas militares de Roma.
¿Soñaría el Jesús infante con la llegada del campeón potente? ¿Jugaría o se imaginaría de niño a ser alguno de los héroes nacionales? ¿Esperaba (o sabía) ser él ese del que tanto se hablaba entre los discursos de esperanza de las gentes vulgares que sufrían la realidad del imperio? Sea cual fuere la ubicación interpretativa, son preguntas que me voy haciendo, aunque soy consciente, no tienen, y seguramente no tendrán, una respuesta concluyente.
Lo cierto es que el Jesús que se realza en el evangelio, cuyas versiones fueron escritas por comunidades convencidas de no tener que esperar a otro porque ya su obra había sido la más importante de todos los tiempos registrados por los judíos y que, además, había trascendido los límites de la nación. Era reconocido como mesías, como un héroe público que trascendía a Israel y actuaba en favor de la humanidad en pleno sin distinción de género, de nacionalidad o de nivel socioeconómico (Gálatas 3:28). Ellos, los narradores, creían que su historia, sus dichos y sus obras recordadas en las tradiciones orales y luego registradas en las versiones escritas del evangelio, eran la acción liberadora de Dios para todos y todas.
Pero Jesús no era el grande, fuerte, con poderes mágicos que mataban a los enemigos, que tenía un elemento simbólico representativo y memorable que lo acompañara de aldea en aldea predicando la caída de Roma y el alzamiento del glorioso ejército de Dios. Por el contrario Jesús era un buscador del pan diario, de una aldea insignificante del norte de Israel, despreciado cuando comenzó a enseñar sus ideas reformadoras, con todas las posibilidades de desprecio pensables; su familia creyó que estaba loco, los vecinos de Nazareth quisieron matarlo después de dar el primer sermón en el encuentro de la sinagoga, los fariseos decían que era un enviado de Belcebú. Al final, el sanedrín, según se cuenta, es quien conspiró en su contra “con el fin de darle muerte”.
Jesús representaba un peligro para el establecimiento judío y la política del imperio en el territorio (como lo hacía cualquier movimiento que en su tiempo avivara la esperanza apocalíptica de las personas), sus enseñanzas dejaban por el suelo la centralización del templo en lo concerniente a la espiritualidad, la limpieza física y el acceso a lo divino (representado, claro está, en la existencia misma del templo). Mientras había alguien perdonando pecados, limpiando a los impuros y proclamando la cercanía familiar de Dios, todo gratuitamente y sin la mediación del templo, ¿dónde quedaba la funcionalidad de las estructuras sacerdotales? Si Dios había llegado con su reinado, ¿dónde quedaba el reinado del César y su imperio y su papel sobre los gobernantes del territorio ocupado?, ¿dónde quedaba la estructura de gobierno de Israel? Jesús estaba reconfigurando desde la raíz, la imagen misma de Dios y cómo funcionaba y para quiénes estaba presente y de acuerdo a cuáles patrones actuaba y dónde se podía encontrar. Pero esto lo hacía como profeta, sanador, predicador (entre otras cosas) itinerante, como uno que “no tiene donde recostar su cabeza”, no como el prohombre redentor.
Él es la imagen de uno que, lleno de la presencia de Dios, a quien el espíritu de la eternidad lo convencía de ser hijo “amado y en quien se halla complacencia” y lo llevaba a la confrontación de sus deseos y prioridades, encaminó su vida a la construcción de unas ideas liberadoras.
En el desierto, un tiempo de transición y madurez, un escenario de reflexión contemplativa, en medio del ayuno, se cuenta que fue llevado por la vida de Dios y que el Satán lo tentó (Mateo 4: 1-11). Cada una de las tentaciones tiene que ver con las prioridades de acción del nazareno. ¿Le daría prioridad a calmarse el hambre? De ser así, podría bien seguir su rutina diaria de vender su fuerza de trabajo en las aldeas, donde sea que necesitaran su capacidad “tektón”, o bien hacerse lugar hasta que lo reconocieran rey, como cuando calmó el hambre de los muchos con siete pedazos de comida entre panes y pescados. ¿Sería más importante la demostración espectacular de su autoridad sobre el mundo de los ángeles? Es decir, si apareciera en la punta del templo uno que dice ser el “hijo de Dios” y se tirara a los ojos de todos, y a los ojos de todos se presenciara una levitación milagrosa de un cuerpo que cae sostenido por unos ángeles, ¿no se hubiese evitado Jesús tantos problemas? ¿No se hubiesen vertido todos a una adoración unánime viendo en esa imagen la llegada del vencedor esperado? O bueno, por lo menos hubiese sido un acto digno de ser reconocido, como las obras recordadas de los grandes héroes de la historia judía. ¿Estaría enrutada su vida a conseguir “todos los reinos del mundo y su gloria”? En últimas era eso lo que esperaban en Israel, intercambiar papeles con Roma. No es que quisieran “los hijos de Jacob” que dejaran de existir las jerarquías políticas, es que querían ser ellos quienes ocuparan el primer lugar de esas jerarquías. Es decir, la prioridad de Jesús no sería la satisfacción de sus necesidades físicas personales, tampoco demostrar señales de gloria y autoridad celeste, mucho menos “conquistar” a las naciones.
La confrontación con el Satán dio como resultado que, inmediatamente después del desierto, el carpintero del norte, de familia pobre, aldeano, dedicara el resto de vida a la proclamación del reino de Dios, la buena noticia de que Dios ya había llegado, que no era algo para después, que no debía esperarse en medio de la resignación sino que era dinámico, vivo, que se había acercado a las personas para sanarlas de las enfermedades físicas, psicológicas y sociales, para traer libertad en medio de la esclavitud, para brindar esperanza en medio del desespero de un mundo de sangre, pobreza, muerte y marginación. Y las demostraciones de ese gobierno de Dios ocurriendo en la cotidianidad de las personas no se basaron en la espada y la fuerza, la gloria y manifestaciones de poder de los héroes de antes.
No, Jesús no era una personalidad llena de Dios para tomar por la fuerza el trono del “hijo de David”, más bien su mensaje (lleno de la vida de Dios) se basó en una resistencia no violenta a partir de actos concretos de amor práctico, de ideas de inclusión para los que “no eran parte de la promesa” (de Israel) y de restablecimiento del orden social a partir de la comunión con el otro, incluso “otros” que no pensaban de la misma manera o que seguían costumbres diferentes.
A diferencia de las historias de los tiempos pasados, la llegada de Jesús no fue a la conquista de los poderes de este mundo, representados en el imperio y sus estructuras; el movimiento de Jesús se encontró, al final, con la sentencia a muerte de su “campeón”. Mientras los referentes de victoria caminaron desde la esclavitud hasta la gloria, la liberación del pueblo, la victoria de los ejércitos del “Dios de Israel” o la ocupación de la tierra que fluye leche y miel, el camino de Jesús, según el evangelio, fue hacia abajo: desde su lugar como logos eternal dentro de la naturaleza divina, hasta su encarnación para “habitar entre nosotros”; desde su camino por la “normalidad” laboral, cultural y política del contexto, hacia su decisión de establecerse como predicador itinerante del reinado de Dios; desde su itinerancia hasta la condena a muerte, con sus latigazos y humillaciones y su subida hacia el Gólgota con los gritos de dolor y decepción y soledad, “Eli Eli Lama Sabactani”.
El caminante de Galilea terminó su vida como un maldito, como un humillado, como un débil fracasado, como uno más de los que se alzaban en contra del establecimiento, como otro de los que traicionaban el imperio proclamando reyes no oficiales en favor de un Dios ajeno a ese establecimiento. Alzado en la cruz lleno de golpes y sin fuerzas, se apagaba la vida de un salvador “de abajo”, cercano de las personas; de las mujeres, de los niños, del pecador y la prostituta, del publicano odiado, del zelota perseguido, de los pescadores y campesinos que labraran el diario, del diferente de otra nación, de otra religión, de otra idea.
Y claro, no es sino hasta que llega a la consecuencia más profunda de la debilidad humana, no es sino hasta que bebe de la copa de una muerte tortuosa, que es resucitado. No es sino hasta que culmina una procesión de aprendizajes constantes en los que el amor por “el otro” se convirtió en el centro de su mensaje, hasta el punto de no parar de decir lo que decía, enseñar lo que enseñaba, hacer lo que hacía, aun sabiendo que eso lo estaba llevando hasta la muerte, que “exhibió públicamente a los principados y potestades” y “la muerte no pudo detenerlo”.
El gran antihéroe del mundo no tenía ejércitos para vencer, tenía un grupo pequeño de seguidores que comenzaron a “trastornar el mundo” en una búsqueda constante por poner en práctica el amor. Del antihéroe maldito se cuenta que sí tenía poderes, pero los usaba en favor de las personas en sus necesidades básicas y no como una fuerza de juicio para destruir a los enemigos, se dice que con ellos calmó la tormenta cuando los de la barca estaban en peligro, o que multiplicó el pan y los pescados para los hambrientos, que salvó a más de un enfermo y que hasta trajo de vuelta a la vida a un muerto. Pero cuando le propusieron sus discípulos “hacer caer fuego del cielo” en una ciudad donde no los recibieron, insistió en que ellos no habían comprendido de lo que se trataba. ¿Lo habrán mirado raro?, ¿acaso no era este el que habría de salvar a Israel?, ¿acaso el fuego descendiendo del cielo no era lo mínimo que se le tendría que dar a los que lo rechazaran?, ¿acaso no era el campeón de Dios? Y cuando estaba frente a Pilatos le explicó la diferencia entre los reinos que cada uno representaba, Jesús no contaba con siervos que pelearan para que no fuese entregado, ello demostraba que su reino no era de este “mundo”, es decir, no actuaba bajo los mismos mecanismos, no obraba de acuerdo a los mismos sistemas, no era un reino de espadas.
El reinado de Dios en Jesús era una antítesis, él fue un anti-héroe que se estableció por el revés de los reinados conocidos. En vez de invitar a gobernar ejemplificó el servicio; en vez de liderar una conquista en los puestos del poder, caminó y acompañó y construyó desde abajo en las comunidades básicas; en vez de mostrarse poderoso e inconmovible se vivió sensible y frágil. Al contrario de gustar el mundo desde el palacio, conoció la realidad social desde donde ocurre, y desde esa realidad procuró incidir con su movimiento en comunidades basadas en el amor en las que se apoyaran los unos a los otros, comunidades en las que la bandera fuera la compasión y la misericordia.
En nuestro mundo los gobernantes rigen desde burbujas distantes, los reyes del capital determinan el destino de las personas de a pie en cúspides inaccesibles de verticalidades sociales, todos suelen estar a la espera de un héroe que haga que todo cambie instantáneamente, y difícilmente hay soluciones plausibles que nos lleven a una escena completa de bienestar integral. Siguen produciéndose sueños de utopías que nos hagan ver cuándo “morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará” (Isaías 11: 6), a pesar de la distopía constante en la que el mundo se sume.
Es menester llenarnos de la fuerza del antihéroe de Galilea, Jesús el de la aldea pequeña de Nazareth, y caminar desde la marginalidad en busca de cambios significativos para las personas en sus realidades básicas, es importante levantar un mensaje de cercanía y familiaridad divina que brinde esperanza, es necesario aportar en las sanidades físicas, psicológicas y sociales, ahuyentando los demonios de la gente, tocando y siendo tocados, incluso por los intocables, multiplicando los panes y los peces, sentándonos con el otro a la mesa, dignificando el sentido de las personas y levantando el reinado del amor de Dios como base fundamental de comunidades que desde abajo se vivan las unas a las otras con empatía y compasión. Es tiempo de vivir el “reino de Dios” que “ya existe y habita entre nosotros”, que encuentra su expresión más vasta en el servicio y la entrega, en una asimilación radical de un amor que se fortalece en las fragilidades de la vida humana y se convierte en riqueza en medio de los pobres.
Bibliografía
- Moltmann, J. (1990). The Way of Jesus. (M. Kohl, Trad.) LONDON: SCM PRESS.
- Pagola, J. A. (2007). Jesús Aproximación Histórica (3 ed.). Madrid: PPC.
- Pikaza, X. (2007). Hijo de Hombre. Valencia: TIRANT LO BLANCH.
- Theissen, G. (1999). El Jesús Histórico: Manual Biblioteca de Estudios Bíblicos. (M. O. Gaztelumendi, Trad.) Salamanca, España: Sígueme.
Sobre el autor:
Tomas Castaño es colombiano, Comunicador Social, defensor de derechos humanos en la ciudad de Medellín Colombia, Director del documental "Él Entre Nosotros".
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