La pequeña y el profeta - El Blog de Bernabé

Breaking

Home Top Ad

martes, 6 de agosto de 2019

La pequeña y el profeta

Por Angel Manzo, Ecuador

Marcos 6:14-29

Imagen de Free-Photos en Pixabay
 A la memoria de Juliana Campoverde

“Fueron ellos los que decían ser pastores, los que nos hablaban tanto de Dios, los que decían amarlo. Nunca me imaginé lo que su mente maquinaba. Por diez años asistimos con mi hija Juliana a esa mal llamada iglesia Evangélica Oasis de Esperanza en la cual siguen lucrando y predicando la palabra de Dios con enseñanzas como que nada tienen que responder ni devolver. Son tan cínicos, mentirosos y eso es poco; al menos uno, Jonathan C, mañana tiene que responder dónde está mi hija y devolvérmela”.

“Son ya siete años y nueve días que hemos luchado y esperamos que al menos uno sea sentenciado, ya que los otros falsos huyeron y no fueron vinculados. Se reían en nuestra cara y en la misma cara de los fiscales cada vez que los llamaban a rendir versiones. Claro y los fiscales también decían: «Ellos no son, son cristianos evangélicos».

“¡Qué ironía!, se burlan de nuestro dolor y de la misma justicia, pero seguiré luchando con dignidad, con mucho dolor y rabia. Gritaré al mundo entero que pastores evangélicos desaparecieron a mi hija Juliana y tienen que devolvérmela y que los entes encargados de hacer justicia han sido tan negligentes, inoperantes e indolentes al no darme una pronta respuesta ni devolverme a mi hija Juliana. El resto de iglesias evangélicas no se pronunció por la vida de mi hija; más bien, tratan de ocultarse diciendo que son dignos, cuando la vida de mi hija ni siquiera les importa. Yo me pregunto: ¿de qué Dios hablan?”

- Palabras de Elizabeth Rodríguez, madre de Juliana

Me gustaría decir que esto es un cuento, pero no. Es la realidad, la realidad más lamentable y escalofriante que le puede suceder a alguien que es parte de una iglesia, de una comunidad: ser asesinada por su guía espiritual.

Después de cinco años, se dictó sentencia. Juliana Campoverde desapareció el 7 de julio del 2012, en el sector de la Biloxi, al sur de Quito. Las pruebas presentadas en la audiencia corroboraron que el guía espiritual fue la última persona que vio a la joven.

Según la Fiscalía, el hombre le exigía que “le consulte o le pida permiso para ir al cine, irse unos días más de vacaciones con su padre, salir con algún amigo y hasta para tener relaciones de amistad o de pareja”. Si la chica no hacía esto, era castigada y se le separaba del coro de jóvenes de la Iglesia. “El canto era una de las cosas más importantes para ella”, contó ante los jueces un testigo. Las indagaciones mostraron que “un quiebre importante” en las relaciones entre la familia de Juliana y el grupo que dirigía la Iglesia se produjo cuando la joven recibió presiones para que no se ausentara del país y contrajera matrimonio con Israel C., hermano del procesado. Los Campoverde se alejaron del religioso cuando se percataron de que las presiones sobre Juliana Campoverde “se desbordaron y estaban fuera de lugar”.

El pastor le dijo a Juliana que “había tenido una ‘revelación’ de Dios y que debía casarse con su hermano. Ella no quiso y comenzó a alejarse de la iglesia”.

Ésta fue la sentencia: 25 años de cárcel para el culpable  “por el delito de secuestro extorsivo con resultado de muerte de Juliana Campoverde”. Una reparación económica de 100 mil dólares. El cierre de la iglesia Oasis de Esperanza, “la creación de un registro nacional de pastores y líderes espirituales que impida que personas sin formación y con malas intenciones que se aprovechen de la gente, y la capacitación en Derechos Humanos y temas de género” .

La Pequeña y el profeta (1)

SI LO CONTARA HOY TAMPOCO ME CREERÍAN. A los niños no se les cree, menos ante la palabra de un santo, y mucho menos si es palabra de una niña. Y, a pesar de que todos saben que los santos también pecan, prefieren conservar la buena dignidad del santo, en especial cuando es un hombre de Dios consagrado desde su concepción.

Todavía percibo el olor a sangre, su color rojo oscuro destilando. Chorrea lento en coágulos deformes. Cae en gotas y salpica de forma copiosa cuando el verdugo alza su cabeza agarrada de los pelos y la afirman en la bandeja gris de la vajilla imperial. Veo sus ojos desorbitados y emblanquecidos, piojos que saltan de su cabeza al plato, moscas que zumban haciendo torbellinos; allí está la tez pálida de un rostro que impregnó la frialdad de la espada al ser degollado.

Se expone como un trofeo en plena fiesta; entre las flautas, las cítaras, los tambores, y el olor a comida —cerdo asado, especies, pescado, majar de higos, venado cocido, cordero curtido, queso de cabra, longanizas ahumadas— es exaltada como evidencia del cumplimiento de la palabra real. Luce como las exóticas plantas que adornan el salón. A la vista de todos es una señal de respeto y también de burlas, pero para el rey es una consecuencia de los efectos de las palabras de más cuando el exceso de vino ha hecho de las suyas.

La noticia se corrió por todo el pueblo, el profeta había sido decapitado en la fiesta de cumpleaños del rey. Del profeta se decía que su compromiso por la ley lo había llevado a denunciar el pecado de inmoralidad sexual de la autoridad real, por lo que se trataba de la muerte de un justo. Sin embargo, se culpaba a mi madre de ser la artífice malévola del fin del santo profeta de Dios.

Se decía que mi madre estaba furiosa porque el profeta la acusaba de corromper a la realeza con sus encantos. Anunciaba fuego del cielo, días de juicio e ira divina por despertar “concupiscencia en los hombres” a los que había seducido.

Fueron pocas las ocasiones en las que el profeta vio a mi madre. Recuerdo que mientras hacíamos un recorrido con Felipe, sintió que una mirada penetrante la desnudaba, volteó su rostro y observó a un hombre rustico, delgado, de cabello reseco y extensa barba en una esquina de la plaza. Preguntó a los soldados:

—¿Quién es ese hombre?

—Es el profeta de los judíos, el que habita en los desiertos y bautiza con agua —respondieron.

—¿Del que se dice es un santo?

—Sí señora, el mismo —le respondieron.

—¡Vaya santo!, con esa forma de mirar —susurró mi madre.

Llegaba a nuestros oídos la obsesión que tenía el profeta por mi madre, en especial cuando inició su nueva relación con Herodes —muy pocos sabían de los intentos de asesinato que Felipe había procurado a mi madre por sus celos enfermizos, era un demonio poseso de celos y lascivia. No tuvimos otra opción que pedir ayuda al rey, quien se convirtió en seguridad para nosotras.

Mi indignación por lo que decían de mi madre me llevó a ir en busca del profeta. Lo hice a escondidas, sabía que pocos se darían cuenta. Siendo una chiquilla de diez años pasaría desapercibida. Pregunté en el pueblo, averigüé, fui aquí, allá, y por acá, hasta que me dijeron que tenía su casa en las cuevas del desierto, cerca del Jordán.

Me introduje con un candelabro en las montañas —mi rabia vencía el temor—, podía escuchar los lobos y las aves, el viento y la arena que se levantaba con mis pasos. Llegué a la cueva, de lejos observé al profeta que parecía estar en éxtasis. Lo llamé:

—Profeta, profeta, soy Salomé, la hija de Herodías. Estoy aquí porque quiero saber por qué odias a mi madre.

El profeta me miró con atención, su mirada era tierna y su sonrisa se mostraba dulce y amistosa.

—Pequeña, no odio a tu madre —me dijo—, sólo hago la voluntad de Dios.

—Pero la voluntad de Dios no es que denigres a mi madre —repliqué.

—Oh pequeña, ignoras la ley, ven mañana a esta hora y te explicaré —y se introdujo en su cueva dejándome con la palabra en la boca.

Esa noche no pude dormir. Nadie sabía de mi encuentro con el profeta. Después de todo, no había sido tan malo como me imaginaba, como suponía. Por alguna razón, sus ojos me recordaban a mi padre…

Al día siguiente inicié mi camino. El sol se había ocultado pronto, me perdí en el trayecto hasta que encontré la cueva del profeta que tenía una pequeña fogata en su interior. Me acerqué sin hacer ruido, lentamente empujé la puerta.

—Pasa, pequeña, siéntete cómoda —dijo. Olía a miel y langostas.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Es mi alimento. ¿Estás aquí porque quieres conocer de la ley? —expresó.

—No, estoy aquí porque quiero que dejes de difamar a mi madre ante el pueblo —respondí con firmeza.

—Acércate, quiero que veas algo —Desempolvó un rollo, lo tenía refundido en un baúl, eran escritos sagrados en una lengua extraña para mí. Luego me dijo—: Ven, ponte frente ellos.

Mientras, él se colocó detrás como cubriendo mi cuerpo con el suyo.

—Esto y esto dice la ley.

Pero de pronto, se juntó más y más, se podía sentir su respiración acelerada, apretó mi cuerpo. Me asusté, me aterré. Con sus manos comenzó a levantar mi vestido por atrás. Grité, mientras su saliva humedecía mi rostro

—¡Qué haces, maldito profeta!

—Calla, mi niña…

Levanté más la voz, mi cuerpo era poseído. Comencé a llorar y lamentar mi pequeñez, me vi impotente hasta que alcancé a tantear el candelabro, lo agarré fuerte y golpeé contra su cabeza. Me soltó por el impacto, y salí despavorida corriendo.

Llegué al castillo como conducida por un ángel, sin saber cómo. Aún temblaba. Mis vestidos me delataban, estaban rotos, sucios, hediondos; había manchas de sangre, marcas en mi cuerpo y un olor putrefacto me envolvía. Traté de que nadie se diera cuenta, pero mi madre salió.

—¿Dónde estuviste? ¿Qué te pasó? ¿Por qué estás así?

Me miró de pie a cabeza, a los ojos, y solo pude llorar inconteniblemente.

—Calma hija mía, dímelo todo.

—Mamá, no sé si me creerás.

—No te preocupes, una madre siempre sabe la verdad de una hija —concluyó.

Pasó el tiempo, pero no la memoria. Todo fue calculado, sí. Mi danza había cautivado al rey que alegre por el vino me prometió todo lo que yo quisiera, hasta la mitad del reinado. Con la garantía de la palabra del rey en público, salí y busqué a mi madre, nos miramos en complicidad. Me apapachó, me besó y yo la abracé y la besé.

Mirándome dijo:

—Yo sí te creo. Adelante pequeña, sabes lo que tienes que hacer.

Salí firme y decidida ante el rey. Nadie se imaginaba lo que pediría ni los motivos que tenía para hacerlo:

—Quiero que me des la cabeza del “santo profeta” —dije…y se impuso un silencio en la fiesta que todavía grita hasta hoy.

Notas:

(1) Este escrito es parte de los diversos cuentos del libro: CUENTOS TEOLÓGICOS: Reimaginar la Biblia desde el vientre, por publicarse en Ediciones JuanUno 2019, Buenos Aires, Argentina. Para comprenderse a plenitud la naturaleza de los cuentos creados por los autores, deberá considerarse atentamente la Introducción del libro.

Sobre el autor:
 
Ángel Manzo Montesdeoca. Es ecuatoriano. Educador, teólogo, investigador y pastor ordenado. Licenciado en Ciencias Humanas y Religiosas. Licenciado en Teología. Diplomado en Gerencia Educativa. Máster en Gerencia y Liderazgo Educacional. Máster en Estudios Teológicos. Cuenta con estudios de posgrados en Biblia, Género y Masculinidades. Es parte de la comunidad, Familia de Dios, una iglesia donde no se aceptan perfectos, ubicada en la ciudad de Guayaquil. Tiene diversos libros y artículos publicados.

¿ALGO QUE DECIR? COMENTA ESTE ARTÍCULO MÁS ABAJO CON FACEBOOK, BLOGGER O DISQUS

No hay comentarios.:

Publicar un comentario