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lunes, 5 de marzo de 2018

¡Evangélicos en política! ¿Cuál política?

Por Richard Serrano, Venezuela

Imagen: Pixabay
 
En varios de nuestros países se ha sabido de evangélicos con abiertas intenciones de participación en diversos estamentos del espacio púbico. ¡Nada nuevo, ni en el mundo ni en América Latina! Recordemos el caso de experiencias parlamentarias y ejecutivas en Perú, Guatemala y Brasil, solo por mencionar algunos. Hoy, en pleno desarrollo, oímos de líderes evangélicos, en Costa Rica y Venezuela, presidenciables. La participación de evangélicos en la política dejó de ser algo atípico entre nosotros. El fenómeno se ha convertido, de hecho, en tema de estudio y candentes debates, dentro y fuera de los ámbitos religiosos.

Las actitudes hacia el tema son varias.
Hay quienes lo censuran y quienes lo alientan. Hay también quienes parecen no contar con elementos de peso para elaborar y sostener una postura determinada. Otros, simplemente, lo evaden o banalizan. Pero, otra vez, es un hecho nada desdeñable. Hay evangélicos con aspiraciones políticas y, creámoslo o no, eso tiene sus consecuencias. ¿Qué pensamos los evangélicos de esto, o qué deberíamos, en tanto ciudadanos del plano terrenal, y no solo conciudadanos de los santos (Efes. 2:19) y ciudadanos del cielo (Fil. 3:20-21)?

Pienso que parte del desafío pasa por clarificar la naturaleza de nuestra fe y nuestra comprensión de sus implicaciones para el ejercicio responsable de nuestra ciudadanía temporal. ¿El evangelio nos pide abstraernos de los compromisos civiles? No. El Señor ruega por nuestra protección del mal, no por nuestra huida del mundo (Juan 17:15). Si necesitamos estar en el mundo, tendremos que aprender cómo hacerlo; y tendría que ser, pienso, desde el compromiso con Cristo y su evangelio. Somos llamados a asumir nuestra ciudadanía terrenal desde los valores de nuestra ciudadanía del Reino, no a la inversa.

A nivel humano, definitivamente, compartimos con otros, creyentes y no creyentes, deberes y derechos civiles. Por tanto, somos corresponsables del bienestar común. Y ejercer esa corresponsabilidad pasa, de una manera u otra, por la “participación política”. Ahora, ¿a qué nos referimos, o deberíamos, con lo de “política” y “participación política”? ¿A qué se deberá esa tendencia a castrar la fe evangélica de todo compromiso civil o político?

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En parte, la dicotomía “mundo espiritual”-“mundo político” es un subproducto de la cosmovisión evangélica heredada. Quienes vinieron y nos trajeron el evangelio centraron su interés, casi exclusivamente, en la conversión a Jesucristo en términos de una experiencia individual, emotiva, reactiva y fragmentaria. La salvación se presentó como “personal”, sin dimensiones sociales o comunitarias; como una experiencia típicamente emocional más que racional o reflexiva; abrazarla conllevaba la idea de rechazo a la religión establecida: el evangélico era uno que no creía y hacía lo contrario que los de la religión tradicional; traducía renuncia a un “mundo malo”, el inicio de un proceso de santificación individual rumbo al cielo y una “nueva vida” carente de compromisos éticos aquí y ahora.

Desde sus inicios, las comunidades evangélicas manifestaron notable interés por lo educativo y lo social: creación de hospitales, escuelas, universidades, comedores, centros de rehabilitación. Eso no se puede negar, sino encomiar. Pero la participación política siempre fue mirada con sospecha, como sucia y hasta diabólica. Formaba parte de los “negocios de la vida” con los cuales no debían enredarse los militantes del evangelio.

Los evangélicos comenzamos a crecer numéricamente. Eso tradujo varias cosas: más personas, con perfiles e interese diversos (docentes, científicos, políticos…), abrazaron la nueva fe; el sector evangélico comenzó a ser visto como un segmento atractivo de votantes capaz de incidir en los destinos de consultas, diseño de legislaciones y elecciones; los problemas estructurales de nuestros pueblos, y sus secuelas (corrupción, pobreza, desigualdad, injusticias y violencia), que afectaban a todos por igual (evangélicos o no), comenzaron a demandar la participación de unos y de otros. Conviene notar un elemento importante más: dicho crecimiento numérico no se ha correspondido con la reversión de la pobreza, la corrupción y la violencia.

Los que piensan que la política es baja e inconveniente, dejan que otros ocupen los sitios de poder, se encarguen de diseñar y aplicar leyes y trabajen para garantizar o confiscar los derechos de todos. Estos creen que la parte que toca a los evangélicos es únicamente anunciar el evangelio, orar y ayunar. Buena parte de los hermanos no saben qué pensar. Otros, por el contrario, creen que la participación de evangélicos en la política no solo es legítimo, sino pertinente; más que por ser evangélicos, por ser ciudadanos con iguales derechos y deberes civiles y con cualificaciones para aportar desde ahí. Otra vez, preguntamos: ¿a qué nos referimos con “política” y con “participación política”?

Política es más que solo militancia partidista. Los partidos políticos son importantes para la actual concepción y ejercicio de la democracia, pero apenas son un factor más entre varios. Política es más que solo votar. Implica el pago de impuestos, participar de la toma de decisiones de aquello que nos afecte a todos. Política es compartir el espacio público para, entre todos, buscar el bienestar común de todos, incluso en medio de las diferencias. Política es más que solo el ejercicio demagógico de algunos politiqueros. Es más que solo prestarse para jugar con los miedos y las esperanzas de la gente en nombre de categorías como: justicia, libertad, derechos y desarrollo. Política es más que solo ansias de poder, privilegios y prebendas. ¡Estamos urgidos de la buena política, con “P” mayúscula! ¡Estamos urgidos de otra clase de políticos!

Tristemente, hay que decirlo, el continente no conoce experiencias políticas o políticos vinculados al evangelio que hayan hecho la diferencia. Ha sido bochornoso ver cómo muchos de los tales resultaron tan iguales y hasta peores que los demás “mundanos”: envueltos en escándalos de corrupción, copartícipes de crímenes de lesa humanidad, confabulados con intereses egoístas, en lugar de defender el derecho de todos, y en especial de los más frágiles; aferrados al poder como un mecanismo de imposición contraviniendo el principio de la libertad de conciencia de la gente. Si se trata de “esa política”, cómplice y clientelar, ¡ya no más! Vergonzoso, por decir lo menos, mirar pastores usando el púlpito como plataforma propagandística de toldas e ideologías partidistas. Pero, ¿significa eso que debamos castrar a evangélicos del ejercicio político, incluso partidista? ¡De ninguna manera! ¿Cómo dilucidar la cuestión, entonces?

En primer lugar, necesitamos comprender que la política, por un lado, es un campo con sus propios desafíos y oportunidades. No es suficiente con tener buenas intenciones para ingresar en él. Hay que conocer la cultura política. En general, quien se adentra a este campo tiene que saber lidiar con las diatribas, la búsqueda de acuerdos y consensos; tiene que poseer un mínimo de formación y experiencia política, no debería ser un improvisado o mero ambicioso de poder e influencia; debe contar con las competencias humanas mínimas: sicológicas, mentales y sociales; y, no menos importante, evangélico o no, tiene que ser alguien con evidentes cualificaciones éticas. No votaría por alguien por el solo hecho de ser evangélico, como no me dejaría operar por alguien por la misma razón. La política, como la hemos descrito, es un campo con su cultura y requerimiento de competencias profesionales.

En segundo lugar, la política puede y debe verse como un auténtico ámbito vocacional y profesional, tal como ocurre con cualquier otro ejercicio vocacional y profesional: docencia, artes, medicina, leyes, en fin… Si un evangélico se adentra en este ámbito debería hacerlo por vocación y compromiso profesional. Tiene que pagar el precio que cualquier otro por formarse y ganar el respaldo de los demás, creyentes o no. Es indigno que apele al Espíritu y a versículos tirado por los cabellos para atribuirse mesianismos… Sería como si un médico pretendiera imponerse sobre sus colegas para asumir una intervención, ajena a su especialidad, alegando que el Espíritu le dijo… Ojo, ¡creo en la persona y en el ministerio del Espíritu!, pero rechazo con todas mis fuerzas manosear esta verdad como recurso de sugestión encubierta o abierta manipulación. Si existe vocación política, ¡pague el precio! Fórmese, prepárese con excelencia y responsabilidad.

Tercero, la participación política, particularmente la militante y partidista, puede y debe verse también con sentido misional. Así como los docentes, artistas, científicos, empresarios, en fin, desde sus profesiones hacen bien a las personas y sociedades, los políticos también deberían, ¿o no? Ya basta de gente que adorne discursos con versículos bíblicos, pero carentes de una teología bíblica que haga un acercamiento crítico y propositivo a los problemas reales que aquejan a la gente. Un ejercicio político de esta naturaleza no puede menos que ser visto como un servicio al prójimo.

Para concluir, me permito algunas alusiones con relación al caso de mi país. Deberíamos superar, de una vez por todas, la falsa dicotomía “mundo espiritual”-“mundo secular” (político). Eso es gnóstico, no bíblico. Somos llamados a asumir nuestra ciudadanía temporal desde los compromisos de nuestra fe, no apelar a la fe para evadir nuestras responsabilidades acá y ahora.

El problema no es que evangélicos tengan aspiraciones políticas. El problema es que lo hagan de ciertas maneras y apelando a determinadas lógicas y motivos. No se debe usar el púlpito para anunciar candidaturas y ganar votos. Es impropio hablar de partidos evangélicos o candidatos de los evangélicos. Tal cosa es abusiva y contraria a los principios bíblicos. Comienza mal quien se lanza desde un púlpito, como el que se atribuye la representación de los evangélicos. “Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios”. Los evangélicos, como comunidad de fe o como miembros de iglesias locales, no tenemos partidos, ni representantes políticos, ni compromisos ideológicos.
 Tenemos “un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo”. No vendemos estas “primogenituras” ante plato de lenteja alguno, sea de derecha o de izquierda. No nos sometemos, en tanto comunidad de fe, ni al faraón, ni a Nabucodonosor, ni al César, ni a determinado pastor o líder evangélico alguno.

Las opciones ideológicas y políticas se ejercen a motus propio, lo que no significa falta de compromiso colectivo. La función de la Iglesia y las iglesias es educar a sus feligreses para que ejerzan sus ciudadanías desde sus compromisos de fe, como hemos dicho ya; jamás dictar sobre la conciencia de la gente para que privilegie o no a tal o cual partido… Es indigno apelar a símbolos, categorías y narrativas religiosas para imponer sobre colectivo alguno la obligación de tomar partidos, aunque lleve el apellido “evangélico”.

Tenemos que orar, creo, firmemente, que Dios levante de entre nuestros hermanos genuinas vocaciones políticas; que los tales, hombres y mujeres de fe, asuman tales vocaciones con responsabilidad: se formen para ello, ganen experiencia y vayan a esas arenas con el respaldo de nuestras oraciones, la protección divina y el fuero de sus vidas íntegras. Necesitamos una pastoral dirigida a los evangélicos con vocaciones y aspiraciones políticas. Nos urgen también trabajos serios para la configuración de teologías bíblicas sólidas que no solo reflejen fielmente los valores del evangelio, sino que sean pertinentes a las realidades de nuestra nación. Tenemos que hacerle ver a los creyentes que sus compromisos civiles y opciones políticas también forman parte del discipulado cristiano.

¿Evangélicos en política? Ese no es el meollo del asunto. La cuestión es, más bien: ¿Cuál “política” y cuál “participación” política?

Sobre el autor:
Richard Serrano es pastor, teólogo y músico venezolano. Fue rector del Seminario Teológico Bautista de Venezuela. Actualmente, es pastor de la Primera Iglesia Bautista de San Antonio de Los Altos. Es director de educación teológica de la Unión Bautista Latinoamericana (UBLA). Realiza estudios doctorales en SETECA. Con su familia, vive en San Antonio de Los Altos, cerca de Caracas, Venezuela.




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